El invierno del mundo
Carla sabía que sus padres estaban a punto de enfrascarse en una discusión. En cuanto entró en la cocina percibió la hostilidad, como el viento gélido que barría las calles de Berlín en febrero antes de una ventisca. Estuvo a punto de darse la vuelta y salir de la cocina.
No era habitual en ellos que discutieran. Por lo general eran muy afectuosos, incluso demasiado. Carla sentía vergüenza ajena cuando se besaban delante de otra gente. Sus amigas creían que era algo raro ya que sus padres no demostraban ese cariño en público. En una ocasión se lo había comentado a su madre, que reaccionó soltando una risa de satisfacción y le dijo:
-El día después de nuestra boda, a tu padre y a mí nos separó la Gran Guerra. -Su madre era inglesa de nacimiento, aunque apenas se le notaba el acento-. Yo me quedé en Londres mientras él regresaba a Alemania y se incorporaba al ejército. -Carla había oído esa historia un sinfín de veces, pero su madre nunca se cansaba de contársela-. Creíamos que la guerra duraría tres meses, pero no volví a verlo hasta al cabo de cinco años. Durante todo ese tiempo eché mucho de menos poder acariciarlo, así que ahora no me canso de hacerlo.
Su padre era igual.
-Tu madre es la mujer más inteligente que he conocido jamás -le había dicho ahí mismo, en la cocina, unos días antes-. Por eso me casé con ella. No tuvo nada que ver con... -Dejó la frase inacabada y ambos se rieron de forma cómplice, como si Carla no supiera nada de sexo a la edad de once años. Le resultaba todo muy violento.
Sin embargo, de vez en cuando se peleaban. Carla conocía las señales y sabía que estaba a punto de estallar una nueva discusión.
Cada uno estaba sentado a un extremo de la mesa. Su padre vestía un traje gris oscuro de estilo muy sombrío, una camisa blanca almidonada y una corbata negra de raso. Era un hombre pulcro, a pesar de las entradas y de la ligera barriga que asomaba bajo el chaleco y la cadena del reloj de oro. Tenía el rostro congelado en una expresión de falsa calma. Carla conocía esa mirada, era la que dirigía a algún miembro de la familia cuando había hecho algo que lo enfurecía.
Sostenía en la mano un ejemplar del semanario para el que trabajaba su madre, Der Demokrat, en el que escribía una columna de rumores políticos y diplomáticos con el nombre de Lady Maud. Su padre empezó a leer en voz alta:
-«Nuestro nuevo canciller, herr Adolf Hitler, hizo su debut en la sociedad diplomática en la recepción del presidente Hindenburg.»
Carla sabía que el presidente era el jefe de Estado. Había sido elegido, pero estaba por encima de las cuitas del día a día político y ejercía principalmente de árbitro. El canciller era el primer ministro. Aunque habían nombrado canciller a Hitler, su Partido Nazi no disponía de una mayoría absoluta en el Reichstag, el Parlamento alemán, de modo que, por el momento, los demás partidos podían poner coto a los excesos nazis.
Su padre habló con desagrado, como si lo hubieran obligado a mencionar algo repulsivo, como aguas residuales.
-«Parecía sentirse incómodo vestido con un frac.»
La madre de Carla tomó un sorbo de su café y miró hacia la calle a través de la ventana, fingiendo interés por la gente que se apresuraba para llegar al trabajo, protegiéndose del frío con bufanda y guantes. Ella también fingía calma, pero Carla sabía que solo estaba esperando su momento.
Ada, la criada, estaba de pie, vestida con un delantal, cortando queso. Dejó un plato delante de su padre, que no le hizo el más mínimo caso.
-«No es ningún secreto que herr Hitler quedó cautivado por Elisabeth Cerruti, la culta mujer del embajador italiano, que lucía un vestido rosa adornado con pieles de marta.»