Cuarto compás

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La habitación de invitados, como ellos la llamaban (habitación de los trastos, como yo prefería llamarla) era mi lugar favorito de pequeña

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La habitación de invitados, como ellos la llamaban (habitación de los trastos, como yo prefería llamarla) era mi lugar favorito de pequeña. Casi no entraba luz. Una parte de la ventana estaba tapada por una pila de cajas y yo siempre imaginaba que era la cueva de Alí Babá o el interior de un barco varado. A veces entraba con el palo roto de escoba simulando que era una espada y peleaba contra ladrones y bucaneros hasta llegar a los tesoros, que en realidad solo eran montones y montones de cajas con trastos viejos.

Le di al interruptor y una luz amarillenta lo cubrió casi todo. Encontré el sofá cama extendido al lado de una maleta antigua que debía pertenecer a mi abuela. Olía a cerrado, a polvo y a anciano.

Al lado del armario había dos torres de cajas. Abrí la de arriba del todo poniéndome de puntillas, donde encontré algunos de mis libros. En la siguiente estaba mi ropa, lo que había ido a buscar. Me di cuenta de que ni siquiera me gustaba ni me definía, solo era lo que mi madre siempre elegía por mí, y aun así me daba rabia pensar que ya no podía usarla. La sudadera de Gerard, lo que más me había molestado que mi madre guardara, no la encontraba por ninguna parte.

Decidí probar con las cajas que tapaban parte de la ventana.

Volví a ponerme de puntillas y rasqué con la uña la punta del celo. Lo saqué de un tirón, como una banda de cera. Dentro encontré mis juguetes, o más bien lo que quedaba de ellos. Muñecas mutiladas, sin brazos, sin piernas o decapitadas. También había muñecos de bebés pintarrajeados, peluches cuyo relleno se salía y tazas, platos o tenedores de plástico que formaban parte de una cubertería en miniatura. Pocas cosas se podían rescatar y aún así mi madre se empeñaba en guardarlas. Sufría una especie de síndrome de diógenes emocional.

Quité esa caja de la pila. Cayó a mis pies, levantando una pequeña nube de polvo que me hizo toser.

Encontré varios álbumes de fotografías, los que mi madre empezó a guardar con el paso del tiempo. Encontré el de mi primera comunión y luego otros más de cuando era pequeña. Era extraño contemplarme en escenarios que ya no recordaba haber visitado. Había una fotografía en un tobogán rojo donde me comía unas chucherías. Se suponía que mi padre me las compraba y nos las comíamos a escondidas (aunque no tenía ninguna prueba de ello). Moras negras para él y moras rojas para mí. También le gustaban los regalices negros. Siempre me preguntaba a qué clase de persona le gustaban.

Encontré también fotos de cuando mis padres eran más jóvenes. Tenía esa tonalidad de colores desgastados. Parecía que estaban en una feria y mi padre rodeaba la cintura de mi madre, pegándola a él, con una sonrisa pícara propia de quien ha cometido una travesura. Mi madre en cambio parecía más comedida, menos espontánea, con una sonrisa que no se plasmaba en sus ojos.

Descubrí que mi diario de pequeña con candado también seguía ahí, pero no las llaves. Tenía tantas ganas de abrirlo que arranqué el trocito de metal de la solapa.

Varias fotografías llovieron a mis pies.

Me agaché un poco para coger una de ellas, sintiendo un leve mareo.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora