Protección

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Marcela recogió la charola que tenía un plato de caldo de pollo que preparó Eloísa y que seguro ayudaría a Max a sentirse mejor. Él había enfermado de un resfriado y le dio el día para que se recuperara.

Apenas regresaba de las grabaciones y aprovechó para hacerle compañía por lo menos un rato.

Al acercarse a su puerta vio que la tenía medio abierta, él necesitaba prestar más atención a esos detalles. Gracias al murmullo que escuchó se asomó y comprobó que se encontraba en una videollamada.

—Oh, pobre de ti. Si estuviera contigo te mimaría hasta que estuvieras bien. ¿Ya tomaste medicina? —dijo una voz femenina que supuso que era de su novia.

—Ya. Fui al médico en la mañana. Estoy descansando. No te preocupes, mi amor. Sabes que me enfermo con los cambios de clima —respondió Max. Su voz se transformaba cada vez que se dirigía a Antonella, la hacía más aguda.

Marcela contempló dar marcha atrás, pero la charola se tambaleó cuando se distrajo y no le quedó de otra que entrar.

En silencio dejó la comida sobre el buró, teniendo cuidado de que la cámara no la captara.

—Te extraño mucho —continuó Antonella, ausente de lo que pasaba.

Max observó de reojo a su jefa cuando se fue. Lo que menos quería era que lo encontrara en esa situación.

—Yo también —musitó él con la mayor naturalidad posible.

Esa noche no tendrían su momento juntos, ni siquiera se atreverían a intentarlo.

Era de madrugada y de nuevo llegaba esa pesadilla. La asfixia hacía de las suyas, el aire faltaba en sus pulmones y le quemaba la garganta. Un fuerte estruendo la obligó a abrir los ojos. Marcela estaba en medio de un vacío, la oscuridad reinaba, sus piernas no se movían. Luchando por mantenerse cuerda, cerró los ojos, pero al abrirlos lo que encontró fue todavía peor. Regados en el suelo cientos de cuerpos sin vida, como muñecos de trapo exprimidos, la aprisionaron, arrastrándola hacia fondo. Su visión fallaba porque la asfixia no daba tregua. Lo poco que aspiraba le decía que apestaba a carne podrida. Tan nauseabundo que le provocó arcadas. No quería ser parte de los cadáveres, tenía que pelear por sobrevivir. A pesar de que se sentía desfallecer, solo podía pensar en liberarse, pero todo esfuerzo era inútil. Las manos ennegrecidas y despellejadas las jalaban una y otra vez. Sus piernas seguían clavadas en el suelo.

El dolor sobrevino en su espalda. El dolor más terrible que jamás había sentido. Fue allí donde perdió la consciencia y se dejó hundir entre los muertos.

Su fuerte grito despertó a Maximiliano e hizo que este saliera de su cama para averiguar qué ocurría. Abrió sin tocar la puerta, prendió la luz y la encontró envuelta en lágrimas, todavía sin abrir los ojos y removiéndose sobre la cama. No lo dudó y se apresuró a auxiliarla.

—¡Tranquila! Solo voy a acercarme. Intenta respirar. Todo está bien —susurró despacio y extendió sus brazos para sujetarla—. Estoy aquí, nada malo te va a pasar.

Cuando Marcela logró reaccionar, se sintió desconsolada. Aunque no le gustaba que la vieran en circunstancias tan vergonzosas, su abrazo servía para proporcionarle la calma que su corazón acelerado necesitaba. Odiaba esa pesadilla con todo su ser, pero insistía en volver una y otra vez cuando decaía, cuando la tristeza aparecía.

Se mantuvo en el regazo de Max unos minutos, siendo acurrucada cual recién nacido, hasta que logró estar lo bastante relajada como para hablar:

—Fue un mal sueño nada más.

—Si quieres puedo quedarme contigo. —La propuesta era de auténtica protección, pero se dio cuenta que ella cambió la expresión enseguida.

—¿Sabes?, solo quiero dormir —dijo al creer que sus intenciones eran otras.

—Y eso es lo que harás. —Él la miró enternecido, apagó la luz, se acostó a su lado y colocó su mano sobre la suya para que se sintiera acompañada, luego cerró los ojos.

—Tienes fiebre —susurró cuando sintió el calor de su cuerpo.

—Lo sé. Mañana será un mejor día. Buenas noches, petirrojo.

Compartir su cama en esa situación tan diferente era algo que la estremecía por el lazo que podía formar. Existían muchos contras de por qué no debía dormir con él, pero en ese momento solo pensaba en lo bien que se sentía su respirar y su cercanía. Ese era el tipo de protección que necesitaba en esas noches en que su mente le jugaba malas pasadas; noches que hasta ese día consideraba un infierno.

El Intérprete ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora