A pesar de que no tuvieron una discusión, llevaban un par de días distanciados. Marcela se sentía avergonzada por el incidente en Vancouver. Maximiliano, por su parte, creía que ella seguía pensando en Eduardo y deseaba que se reconciliaran, así que planeó algo para hacerla sentir mejor.
—¿A dónde vamos? —quiso saber ella. Deseaba que se esfumara la desconfianza que percibía en él y no lo preguntó cuando le propuso ocupar su día libre en un pequeño paseo.
—Si te lo digo ya no es sorpresa.
Aunque no le gustaba del todo ese tipo de atenciones, Marcela aceptó moviendo la cabeza, reclinó el asiento, se cubrió con una frazada que llevó y se recostó. Se quedó dormida durante una hora de trayecto y despertó cuando sintió que Max sostuvo su mano y se la besó.
—Despierta ya, bella durmiente —le habló en voz baja. Con ayuda del sol logró ver que alrededor de sus ojos cerrados se percibían tenues arruguitas. Los diez años que los separaban se volvían evidentes si se prestaba la suficiente atención, pero nada de eso le importaba en realidad—. ¡Hemos llegado!
Apenas despabiló, el sonido que captó la dejó muda. El coche ya estaba estacionado. Max le abrió la puerta y notó enseguida que se veía pálida.
—¿Dónde... dónde estamos? —preguntó tartamudeando. Seguía sentada y abrió los ojos de par en par.
—En el lado canadiense de las cataratas del Niágara. —Mostró una sonrisa de entusiasmo al decirle y le extendió la mano para que se bajara—. ¡Vamos! Reservé una mesa en la Torre Skylon.
Lo siguiente que pasó se tornó confuso, su mente la traicionaba, haciendo que se perdiera entre el miedo y las ansias de salir corriendo.
—¡No! —soltó casi gritando.
—¿Qué pasa? ¿Te sientes bien?
Él sabía bien cómo fingir terror y de inmediato se dio cuenta de que lo que veía en ella era real.
—¡No quiero estar aquí! —volvió a alzar la voz y movió sus brazos con violencia—. Quiero irme ¡ya!
Su respiración empezó a acelerarse y todo su cuerpo temblaba.
Max volvió a subir al coche casi corriendo, lo encendió y condujo hasta estar lo bastante lejos para intentar tranquilizarla y entender lo que pasaba.
Ni el sonido del motor la hizo regresar en sí.
Al observarla bien, se atemorizó porque le pareció que iba a desmayarse.
—Creo que debo llevarte a un hospital.
—Sofía. ¡Ahora! —pronunció con esfuerzo y luego comprobó que Max levantó su teléfono para hacer la llamada.
Apenas un timbre y Sofía atendió.
—¿Todo bien? —sospechó con solo contestar.
—Algo le pasa a... la licenciada. Está pálida, sudando, respira rápido y no sé cómo hacer que se calme.
—¿Cómo llegó a eso? —le preguntó, tratando de no alterarse porque necesitaba estar concentrada para poder ayudarlos.
—Salimos de paseo y de pronto se puso así.
—¿A dónde fueron de paseo?
—A las cataratas.
—¡Por Dios! —Con solo una palabra supo que eran pésimas noticias—. ¿Dónde están ahora?
—Me moví de lugar y estamos un poco retirados de allí.
—Ponme en altavoz y acércale el teléfono —indicó severa.
Max obedeció y se mantuvo en silencio para que pudieran escucharla.
—Marce, cariño —le habló tal como lo hace una madre que consuela a su hijo que llora—, sabes que debes practicar la respiración. Inhala profundo por la nariz y suelta poco a poco el aire por la boca. Hazlo hasta que sientas que puedes respirar mejor. Todo va a estar bien. Te encuentras lejos ya.
Su amiga la obedeció, luchando contra toda la angustia que se le abalanzó.
—Creo que está funcionando —le avisó Max aliviado al ver que Marcela empezaba a estar lúcida.
—Claro que funciona, niño. —Se sentía molesta con él porque sabía que parte de la culpa era suya—. Ahora necesito que vayas a una dirección que voy a mandarte, es de un médico. Y no la dejes sola en todo el día, te lo pido por favor.
—No lo haré. Pero ¿por qué le ha pasado esto?
—Después platicamos. Vayan al médico lo más pronto posible. Voy a avisarle que van para allá.
Él quería conocer el motivo de su malestar, pero optó por no seguir cuestionando y condujo al límite de lo permitido.
El camino se tornó difuso gracias a la velocidad y su pecho vibraba con cada acelerada que daba.
—Perdóname —oyó decir apenas en un débil susurro.
Como pudo, la observó, teniendo cuidado de no distraerse, y supo que derramaba lágrimas. Se detuvo en el primer espacio libre que encontró, la abrazó con fuerza y aprovechó para calmarse él también.
Algo entre ellos se estaba forjando y los dos sabíanque debían detenerlo. El viaje terminaría y luego de eso tenían que volver asus vidas que dejaron en México. Lo que sea que mantenían se acabaría antes deregresar y no existía otra opción que esa.
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El Intérprete ©
RomantikLa repentina crisis económica que sufre la familia de Maximiliano Arias, un estudiante aspirante a actor, lo lleva a buscar empleo para poder costear el último semestre de su carrera. En un golpe de suerte es contratado como intérprete de la seducto...