Intervención

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Los padres de Antonella recibieron la invitación con entusiasmo y les permitieron llevarse el coche que la joven usaba. Era su hija más pequeña y la que les quedaba en casa, así que trataban de darle todas las comodidades que estuvieran a su alcance.

Max fue a recogerla y le llevó un gran ramo de rosas rosas, movido más por la culpa de lo que hizo en Canadá que por cortesía. El viaje duraba aproximadamente cuatro horas y se quedarían solo tres días porque ella tenía que presentarse en la productora. Tenerla a su lado lo reconfortaba, su conversación era siempre amena y lo divertía con su ternura y ocurrencias, pero pronto descubrió que no sentía lo mismo que experimentaba viajando con Marcela. Entre ellos no existía esa gran tensión sexual que sí tenía con su jefa. Lo que sentía por Antonella sin duda era amor, y ese amor no se fue aun después de su desliz. Si bien ya no era uno que lo deslumbraba, seguía permaneciendo latente y con eso era suficiente.

Decidió irse vestido como acostumbraba: sencillo y cómodo, para que no creyeran que perdía el piso, pero las gafas que sí incluyó le recordaron que dejó de ser el mismo de antes y tal vez ya no volvería a serlo.

Pasadas las cuatro horas llegaron a la entrada de la ciudad y el aroma a casa lo recibió. La pureza del aire y el verde imponente de los altos árboles lo llenaron de nostalgia. Su ciudad estaba muy lejos de ser una gran urbe, pero era un hermoso lugar que con un solo vistazo lo regresó a sus tiempos de infancia y adolescencia. Cuando por fin entraron a la finca imaginó, por un breve momento, a sus hermanos y a él jugando y con el sol chocando contra sus inocentes rostros, con sus padres sanos y jóvenes que los observaban sentados en el pórtico.

«Daría lo que fuera por volver a vivir uno de esos días», pensó y sonrió para sí porque estaba a punto de ver a su familia.

Eran cinco mil cuatrocientos metros cuadrados que antes de la enfermedad de su padre se usaban para la explotación agraria; y ya solo quedaban los buenos recuerdos. Avanzaron por el costado en el que se encontraban dos pozos de agua, hasta llegar a la amplia casa rústica de dos pisos. A Antonella le pareció tan pintoresca que le fascinó la idea de visitar de manera frecuente a sus futuros suegros.

Max estacionó el coche y se apresuró a abrirle la puerta a su novia. Quería llenarla de atenciones porque en su pecho pesaba la culpa. Al bajarse se detuvo un instante para contemplar la que fue su casa. En otros tiempos a los Arias se les consideró como una familia adinerada, pero gracias a la crisis económica que los estaba dejando sin recursos vivían al día. Su madre trabajó por años en el ayuntamiento de la ciudad, pero se quedó desempleada en un cambio de gobierno. Él se sentía convencido de que pronto se recuperarían y que su padre saldría bien librado. Desde que empezó a ganar dinero les enviaba una buena parte de su sueldo para que no sufrieran carencias.

Fueron recibidos por su madre, Socorro, y su hermano mayor, Dionisio, quienes esperaban en el pórtico. Su padre aguardaba adentro para que no se levantara ya que tenía que cuidarse todo lo posible.

—¡Hijo, te extrañé tanto! —dijo emocionada su madre y lo abrazó con fuerza.

—¡Yo más, mamá! —respondió igual de emocionado. Dionisio le dio una palmada en la espalda para hacerle saber que también lo extrañó; él era el hermano con el que se llevaba mejor.

—Tú debes ser Antonella —señaló Socorro, extendiéndole la mano a la joven porque todavía no sentía la confianza como para abrazarla. Su hijo mayor imitó su saludo.

—Sí, señora. Es un gusto que podamos conocernos en persona. —Esbozó una tímida sonrisa.

—También es un gusto para nosotros. Ya los esperábamos para comer. Mi nuera está sirviendo, así que vamos, pasemos.

El Intérprete ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora