Reencuentro

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Al día siguiente Maximiliano llegó puntual porque ansiaba verla. Asistir a su trabajo se transformó en una obligación emocionante. Se topó a Marcela cuando iba entrando y ella lo saludó con seriedad. Era claro que quería que se trataran de forma distante para evitar sospechas; al menos cuando estuvieran expuestos. Sonando autoritaria le pidió que la acompañara a su oficina y, después de cerrar la puerta y comprobar que el seguro estaba puesto, la tensión volvió a hacer de las suyas.

—¿Puedes el viernes? —preguntó ella, hablando con voz baja.

Faltaban tres días que pasarían eternos para él, pero no le quedaba otra opción.

—¿A qué hora? —comentó entusiasmado, luciendo una media sonrisa encantadora.

—Nos vamos saliendo.

—Hecho. —Su mirada lo decía todo: moría porque estuvieran juntos y a solas. Y tenerla con la puerta cerrada se tornaba una tentación que decidió evitar y salió en cuanto pudo.

Los tres días pasaban con lentitud, las ganas quemaban, pero sabía que valdría la pena la espera. Le avisó a Antonella con anticipación que ese día tendría una reunión para zafarse de cualquier encuentro que se le ocurriera planear. Algo que le facilitaba su amorío era que ella no era una novia celosa y controladora, por lo que excusarse se volvía muy sencillo.

Cuando por fin llegó el viernes, despertó con una extraña sensación. En el fondo seguía herido por el modo en que Marcela se burló de su audición y no habían podido hablar de eso, pero entendía que lo hizo conducida por el arrebato. Sabía que más adelante se reivindicaría y le demostraría de lo que era capaz.

Se vistió con sumo cuidado, limpió sus zapatos y trató de acomodar lo mejor posible la corbata. El azul le sentaba de maravilla, por lo que optó por el traje de ese color. Salió en el coche que su jefa le dio y cuando llegó la divisó en el estacionamiento, iba bajando de su camioneta. Al acercarse, la impaciencia lo abordó.

Clavó su vista sobre su vestido negro, que era más ceñido que los de otros días. Sus labios rojos y húmedos le recordaron que tenían una cita y ansió que el reloj se acelerara, ya no quería contenerse más.

—Señor Arias, luce muy apuesto. —Antes de hablar se cercioró de que no hubiera algún chismoso por allí porque él comenzó a observarla como si quisiera devorarla.

Marcela solo podía pensar en tener a ese hombre tan hipnótico justo en su cama, volviéndola a explorar como lo hizo en Canadá.

—Pareces un petirrojo —le dijo acariciándole un mechón de cabello. Llevaba puesto un saco rojo que le recordó su caminata en Madrid—. Mi petirrojo —susurró y su voz la dejó sin aliento por un instante.

Era necesario moverse porque escucharon que dos carros llegaban.

—Sé puntual —pidió inquieta para después adelantarse a entrar.

Aunque odió esperar, no lo había citado antes porque sus compromisos no se lo permitieron y tuvo que cancelar una reunión para poder hacerlo, ya no quería postergarlo más. Le dijo a Sofía que iría al médico para que no la llamara. Planeó todo con detalle porque no quería que hubiera contratiempos.

Apenas terminaba la jornada y los demás empleados se retiraban, la puerta que los conectaba se abrió, dándole paso a su amante.

—Cinco minutos —mencionó él para que preparara su huida.

—Nos vemos allá —confirmó emocionada.

A pesar de todo, la adrenalina hacía de las suyas.

Salieron por separado para no levantar ninguna sospecha y se encontraron en la entrada del edificio del departamento que sería su escondite. Iban al cuarto piso y en el elevador se tomó el atrevimiento de sujetar su mano. Sus respiraciones se aceleraron como los de dos adolescentes que se escabullen a un hotel por primera vez.

Max imaginó que el departamento sería uno de esos lujosos y grandes, pero al abrir la puerta se encontró con uno pequeño, minimalista y acogedor. Más grande que el suyo, pero no tanto como lo creyó. Era perfecto para la ocasión.

—¿Quieres algo de beber? —ofreció Marcela después de cerrar la puerta.

—No, gracias.

Había deseado tantas veces su reencuentro que no pudo detenerse más y la interceptó antes de que lograra apartarse de su lado, la llevó contra la pared y comenzó a acariciarla como si se tratara de una delicada pieza de cristal.

Para Marcela, su intérprete le parecía uno de los hombres más sexualmente atractivos que había conocido. Su mirada, su voz, su forma de moverse... Todo aquel magnetismo que desprendía lo convertía en alguien irresistible, al menos para ella.

Con toda confianza unieron sus labios en un beso tan pasional que, luego de desprenderse, fue ella quien le quitó el saco y lo llevó hasta su recámara. Ahora era quien conducía su encuentro y dentro lo besó, desabotonando poco a poco la camisa y el pantalón. Sus músculos no eran tan exagerados, se le notaban tal como se le notan a los nadadores y le parecía que le iban excelentes.

—Te extrañé tanto —dijo Marcela mientras sus manos surcaban su piel hasta dejarlo por completo desnudo.

Un escalofrío los recorrió y la humedad aumentaba entre sus piernas con cada toque.

—No te imaginas cómo te he seguido haciendo mía en mis pensamientos —le susurró Max.

Ella quería que ese momento quedara grabado en su memoria. Así que lo tumbó boca arriba, bajó veloz el cierre de su vestido y lo dejó caer. Convencida se posó sobre él, gateando sensual como tigresa acechante.

Max no ocultó un estremecimiento por la excitación y la sorpresa de su iniciativa.

—Y tú no tienes idea de todas las veces que fuiste infiel en mis sueños.

—¿Ah, sí? —le preguntó y allí sintió sus suaves manos que bajaron para brindarle el placer que tanto esperó.

—¡Sí!

—Enséñame —le pidió respirando acelerado.

Marcela solo sonrió maliciosa.

La imagen de sus cabellos rubios revoloteando sobre su vientre y el sentir sus labios haciendo de las suyas sería un regalo de bienvenida que mantendría como una secreta fotografía.

Encantado de ser probado, decidió que era tiempo de fundirse en uno solo porque era incapaz de resistirse más.

Con sumo cuidado levantó su cabeza y la hizo sentarse sobre él para consumar su acuerdo.

La noche se prolongó más de la cuenta, le debía varios desvelos y se los cobró con gran entusiasmo, hasta que, una vez que terminaron, se quedaron dormidos, enredados en las sábanas que fueron testigos y cómplices de su entrega.

El Intérprete ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora