IX. Alejandro (II)

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Alejandro notó que el Palacio de Invierno tenía anonadado a Clausewitz. Impresionado con las columnas, pilastras y chimeneas de malaquita, el joven militar prusiano todavía no dejaba de estar emocionado con la maravillosa ermita rusa, repleta de obras de arte, resplandeciente de oro, mármol blanco y tapicerías coloradas.

—Más tarde puedo enseñarle la Domik Petra, la modesta cabaña de Pedro, el Grande —dijo Alejandro, para captar la atención de Clausewitz.

El prusiano alejó la vista de una pintura con motivos bélicos y miró al emperador.

—Estaría encantado, Zar.

Los dos hombres eran muy distintos. Alejandro era fornido, de cara redonda, patillas y pelo rubio, que adornaban como laureles la cabeza, calva en la frente y la coronilla. Carl von Clausewitz era esbelto, pelo castaño, pómulos fuertes y labios pequeños. Ambos tenían ojos azules, siendo los del prusiano más francos y grandes. El uniforme negro, surcado con finas líneas rojas, cerrado hasta el cuello y con botones dorados, brillantes, dotaba de un aura impresionante al Zar.

Alejandro estaba cerca de una ventana, las manos apoyadas en una baranda lustrosa. Su atención iba y venía con una mancha negra que surcaba el cielo, lejos, probablemente un águila. Clausewitz estaba sentado en una silla de tapizado rojo

—Usted estuvo en la batalla de Jena, ¿verdad? —preguntó Alejandro. Clausewitz asintió gravemente—. Gran victoria de Napoleón.

—Sí... aunque es justo decir que parte de esa victoria se debió a nuestra propia debilidad organizativa... ¿tienen ustedes dos Jefes de Personal?

—¿Dos? —preguntó Alejandro— ¿Por qué querríamos dos jefes?

Clausewitz rio.

—Nosotros teníamos tres. Las órdenes tardaban semanas en llevarse a cabo. Nadie sabía muy bien quién estaba al mando. Y a eso hay que agregarle comandantes de sesenta años. Brunswick ya pasando los setenta... habíamos perdido antes de comenzar. El Grand Armée...

Alejandro vio ira en la cara de Clausewitz.

—Lo llevan en la sangre, ¿no?... —dijo misteriosamente, Alejandro.

Clausewitz se sorprendió.

—¿A qué se refiere, Zar? —preguntó el prusiano, confundido.

—Un ejército conformado por un populacho insidioso aniquila a los orgullosos bálticos del Reino de Prusia —dijo Alejandro. La molestia de Clausewitz arreció. —Hablo de la ira, comandante. Pero... ¿contra quién? ¿No miraban con ojos amables los ideales de la revolución, los señores ricos de Prusia? Dicen que la odian, seguro. Toda Europa dice lo mismo...

Alejandro tomó una tabaquera de oro que estaba cerca de un escritorio, la misma que hace años rompió el cráneo de su padre. Se miró en el reflejo dorado y deformado. Le pasó el dedo a su cara reflejada.

—Mienten... —dijo el Zar— La monarquía es la esposa; pero la revolución es la amante. Le vuelvo a preguntar... ¿ira contra quién? ¿No quiere Napoleón lo mismo que nosotros? Puede enconderse bajo reformas todo lo que quiera, pero ya está bien claro lo que es. ¿No fue Napoleón quién desmanteló el Directorio y encarceló a todos los diputados? ¿No fue Napoleón quién pisoteó los mismísimos ideales de revolución que lo transformaron en héroe? Le digo, comandante... hay días que no sé por qué me resisto tanto a Bonaparte.

—Pero Napoleón es el enemigo, majestad —dijo Clausewitz.

Alejandro miró con desprecio a Clausewitz.

—Usted piensa que soy un imbécil, ¿verdad? Rusia para ustedes es una tierra misteriosa, retrasada, imberbe —Alejandro apretó la tabaquera de oro. Se acercó a Clausewitz.

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