Jacuzzi

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Max se despidió de su familia el domingo en la mañana. Era tiempo de viajar hasta Colombia. La historia se repetía: maletas, vuelo, renta de automóvil, llegada al lugar que Marcela escogió y luego a instalarse. La diferencia era que esta vez disfrutaron de cada momento de forma distinta porque su vínculo se fortalecía.

Convenció a Antonella de que se despidieran desde su casa y se dio cuenta de que no la extrañaría tanto como ella a él. Desde que empezó a trabajar como actriz notó que, aunque sutiles, tenía pequeños momentos donde la soberbia le afloraba. Aquella dulce joven poco a poco le iba desagradando. Su corazón todavía vibraba al verla, pero ya no con la misma intensidad.

Llegaron agotados al piso que su jefa rentó en Bogotá. Era muy similar a su departamento en México en cuanto a tamaño. Las paredes blancas y el piso de duela de madera le daban un toque cálido. Explorando el lugar descubrió un jacuzzi bastante grande en una de las dos habitaciones y lo llevó a planear su primer encuentro. Durante el transcurso, Max no pudo disfrutar de los nuevos aires porque sus ojos se cerraban sin desearlo. Había pasado la noche en vela pensando en su situación sentimental tras la conversación con su hermano, así que, apenas acomodó sus pertenencias, cayó sobre la cama de su recámara y se quedó dormido.

—¿Sigues vivo? —le preguntó Marcela en un susurro por la mañana, tocando su frente.

—Sí —respondió con los ojos entrecerrados. Pronto se percató de que seguía con su ropa del día anterior.

—¡Qué decepción contigo! —exclamó, pero sonaba divertida—. Primero me dices que dormiremos todas las noches juntos, y a la primera te me escapas.

Ella sí llevaba puesta su pijama: un conjunto de dos piezas color rojo que le pareció muy pequeño y dejaba poco a la imaginación. La sensualidad era algo que le salía de manera natural y se volvió una tentación de inmediato.

—Lo siento, de verdad moría de sueño —se disculpó y la jaló del brazo para aprisionarla en la cama, poniéndose encima de ella con todo su magnetismo que hacía que sintiera que le faltaba el aire.

—Ni siquiera cenaste, debes tener hambre. —Quiso zafarse con delicadeza, pero no consiguió que la dejara ir. Sus húmedos labios comenzaron a recorrerla.

—Un poco —musitó degustando su cuello y sus manos se escabulleron hasta sus muslos descubiertos.

—Ya está listo el desayuno —insistió y él aclaró su mente.

—¿Tú lo hiciste? —Le sorprendió saber que tuvo ese tipo de atenciones porque no era su estilo y su invitación logró que se detuviera.

—Me encantaría tener a Eloísa aquí, pero sí, yo cociné. Aunque no te esperes la gran cosa, solo es un caldo, típico de Bogotá.

—Bien, te libraste de mí, pero te aviso que será por poco tiempo —afirmó dándole un beso antes de levantarse. Le gustaba saber que estaba orgullosa de su país. Desde que la conoció le pareció encantador su acento que por ratos se hacía más notorio; a pesar de llevar tantos años en México lo seguía conservando y creía que la volvía más interesante.

—No busco librarme de ti, es que no quiero que comamos frío. —Se levantó para irse al comedor donde los platos esperaban servidos.

Le agradó probar ese tipo de vida, sencilla y lejos de los ojos que solo saben juzgar. Le encantó tenerla así, tan animada y libre, como un pajarillo que canta en las mañanas y te recuerda la belleza del mundo.

—Gracias, mi bella señorita —dijo al sentarse y ver lo que le tenía listo.

Degustaron el delicioso platillo en silencio hasta que Max habló con esa forma tan fascinante.

El Intérprete ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora