Soltar

234 46 3
                                    

Dejar ir a alguien, así como así, no era algo sencillo para Maximiliano. Solía costarle demasiado despedirse de quienes quería. Sufrió como un niño cuando partió de su hogar, y ahora la idea de haber perdido a su novia no lo dejaba tranquilo. Sabía que tarde o temprano iba a tener que romper su relación, pero no era la forma como lo imaginó. Le dolía lo sucedido y fue poco cuidadoso a la hora de mostrar su tristeza.

Iban en el coche rumbo a las grabaciones y Marcela también lucía ausente.

—¿Todo bien? —le preguntó al verla con una expresión diferente.

Ella empezó a hablar sin mirarlo.

—La siguiente semana es la última que pasaremos en mi país, solo queda ir a Cali y luego de regreso a México. Se acabó muy pronto —mencionó con pesar.

—Sí, muy rápido —confirmó él y su acompañante continuó ensimismada con su diálogo.

—Cali es la ciudad natal de mi difunto esposo. —De un momento a otro sus ojos se volvieron cristalinos—. Sofi recomendó que no hiciera este viaje, he evitado ir allí desde que lo perdí... Supongo que es hora de enfrentarlo.

—¿Estás segura? —la interrogó porque temió por su salud mental.

—No voy a estar sola, ¿cierto? —Lo miró de reojo para conocer su reacción—. Si no me reciben bien quiero tenerte cerca para que evites que salga corriendo.

—No lo estarás. —Apretó su mano para infundirle seguridad y ella le sonrió.

Su relación poco a poco se iba haciendo más unida y ninguno sabía hasta dónde los llevaría ese halo de confianza íntima que se fortalecía con cada acercamiento, pero era necesario definirlo pronto, antes de que algo o alguien interviniera.

El tiempo en Bogotá terminó. Gozaron como nunca cada día, cada hora, cada instante juntos. Exploraron todavía más su sexualidad y hasta probaron cosas nuevas, no existían los límites entre ellos.

Cali los esperaba. Marcela seguía tensa, pero no se retractó. El camino hacia la sanación es complicado y distinto en cada persona, y se prolonga lo que se necesite para poder salir a flote.

Llegó el sábado, el día en que viajaban y el vuelo fue muy corto. Pronto el aire de la ciudad pareció asfixiarla y se aferró al brazo de su compañero de viaje. Él la llevó hasta el hotel, conduciéndola como si fuera una niña asustada. Ya dentro de la habitación se recostaron en la única cama para descansar.

—Tenemos el día libre. ¿Quieres hacer algo? —intentó distraerla porque su mirada se mantenía fija en el techo y le preocupó verla así.

—Sí —su voz sonaba débil porque resistía las ganas de llorar—, pero no estoy segura de poder.

—¿Qué quieres hacer?

—Creo... —vaciló por un instante—, creo que debo ir a ver a los que fueron mis suegros. —Hacer esa visita ya era una necesidad—. Siguen viviendo en el mismo lugar según me confirmó una amiga que contacté y que los conoce. Su casa está a veinte minutos de aquí.

—No sé si sea buena idea. —Él sabía que era su momento y tenía que apoyarla en un proceso tan complicado, pero verse inmiscuido le parecía irrespetuoso.

—¿Sabes?, no los conozco en persona. Se suponía que después del viaje vendríamos a pasar unos días con ellos, pero eso no pasó —contó con pesar—. Cuando estuve internada me enteré de que fueron a México, pero no me visitaron, solo llamaron a mis padres y fue lo único que supe.

—¿Estás segura de que es una buena idea que yo vaya contigo? —No deseaba ser una molestia para ninguno de los involucrados.

—¡Muy segura! —Sin él, creía que no iba a poder hacerlo porque lo consideraba un soporte.

El Intérprete ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora