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Robert trabajaba como ayudante en el servicio médico forense de la ciudad. Su familia y amigos se asombraban del tipo de empleo que había conseguido el muchacho de veinticinco años, por lo que lo hacían objeto de sus burlas e incluso habían comenzado a llamarlo “el ángel de la muerte”; sin embargo, en el fondo dichas bromas solo eran producto del natural temor que todos los seres sienten ante la muerte, por lo que secretamente admiraban al joven.
Por su parte, Robert simplemente les decía que era el mejor empleo del mundo, ya que era tan bueno en su trabajo de tal manera que “los clientes jamás se quejaban”.

Lo que nadie sabía era que Robet secretamente amaba a la muerte; a pesar de que familia y amigos lo consideraban una persona normal, tranquila e incluso extremadamente romántica, Robet vivía fascinado con la muerte y todo lo que le rodeaba por lo que se consideraba afortunado de haber encontrado el trabajo de sus sueños.

A pesar de que sus escasas labores consistían en transportar los cadáveres de una sala a otra, lavar la plancha donde se practicaban las autopsias y llevar muestras de tejidos hacia los laboratorios, amaba su trabajo, principalmente porque le dejaba mucho tiempo libre el cual de manera discreta ocupaba visitando el depósito de cadáveres; le encantaba sacar un cuerpo de su gaveta, quitarle la sábana y contemplarlo por largo rato, incluso por horas; se maravillaba de la quietud que los cuerpos inertes mostraban, la palidez macabra de su figura y principalmente, la paz que mostraban sus caras inmóviles.

Incluso, en muchas ocasiones se atrevió a tomarles fotos con su celular; llegó a comprarse un aparato el cual, aún cuando no tenía las características que buscan los jóvenes al comprar un dispositivo electrónico, sí contaba con el mejor modelo de cámara de alta resolución que le servía muy bien para sus propósitos. Robert no veía a los muertos con el morbo propio de las demás personas ya que de hecho, no le interesaban los cadáveres que llegaban hechos trizas como producto de un accidente automovilístico o un asesinato; no, lo que le llamaba la atención era la sobrenatural quietud que mostraban los cuerpos de personas que habían fallecido de forma natural, ya sea por vejez o por enfermedades.

Jamás subió sus fotos a su cuenta de Facebook ni las presumió entre sus amigos o conocidos, pues lo consideraba de mal gusto y una falta de respeto a los fallecidos. En realidad, la colección de imágenes eran para su gusto personal <<Si es que se le puede llamar gusto ver a los muertos>> por lo que todas las noches cuando llegaba a su casa, bajaba las fotos a su computadora y se pasaba largas horas repasando cada una de las imágenes, viéndolas hasta que casi se las aprendía de memoria, incluyendo hasta los últimos detalles.

Contemplaba su personal tesoro, imaginando como habrían sido en vida las personas de las cuales ahora observaba su cuerpo inerte; si serían individuos tristes, melancólicos, de carácter amargado o incluso, si habían sido felices en vida. Llegó un tiempo en que por la pura expresión de sus caras inmóviles, creyó poder adivinar todo el trayecto de su vida en la tierra de los vivos.

Si, Robert amaba a la muerte.

Sin embargo, a pesar de disfrutar de su secreta y misteriosa afición últimamente se sentía inquieto, pues se daba cuenta que ya no le atraían demasiado las últimas fotos que había incorporado a sus archivos; era como si poseyera un rompecabezas al cual le hace falta la pieza más importante. Pensaba que tal vez necesitaba algo más que pudiera darle una cierta paz y satisfacción a su extraña alma. Llegó a la conclusión de que ya lo había visto todo por lo que necesitaba dar el siguiente paso; buscó en los avisos laborales de los sitios webs de ofertas de trabajo, pues ahora buscaba trabajar en una funeraria pues tenía la esperanza de que era mejor llegar a ser un restaurador de cadáveres pues se sabía con el talento suficiente como para poder llevar a cabo el trabajo de manera satisfactoria. Sabía, por personas que conocía del medio en el que se desenvolvía, que necesitaba tomar un curso para aprender a maquillar cadáveres, pero confiaba en él mismo, pues le habían contado de varias personas que aprendieron sobre la marcha el oficio y que ahora eran de los mejores en el ramo, así que solo era cuestión de esperar la oportunidad correcta.

Hasta que todo eso cambió.

Antes de llegar a su turno por la mañana, fue informado que había llegado un nuevo “inquilino”; una joven de aproximadamente 18 años, que estuvo encamada durante una semana en un hospital debido a una afección cardiaca y que había fallecido en el transcurso de la mañana.

El jefe de Robert le comento distraídamente que dado que sabían cuál era su enfermedad no le practicarían la necropsia de ley y que como nadie había visitado a la joven mujer mientras estuvo enferma, de un momento a otro la llevarían a la fosa común, que es donde terminan los cadáveres de personas no reclamados.

Robert, quien estaba acostumbrado a ver en su mayoría cuerpos de personas adultas, principalmente ancianos, pensó que era un buen cambio ver a alguien joven para variar por lo que en la tarde, después de terminar sus  acostumbradas labores se dirigió a su refugio privado: el depósito de cadáveres.

Nada de lo que había visto el joven lo preparó para la experiencia que vivió en esta ocasión, ya que desde que jaló la manija de la gaveta, sintió una emoción hasta ahora desconocida, sensación que iba creciendo dentro de él al saborear de antemano lo que iba él pensaba que iba a encontrar, pero inmediatamente se dio cuenta que a veces la realidad supera la fantasía.

Cuando posó su mirada en el cuerpo inmóvil frente a él se encontró con la mujer más hermosa que jamás hubiera visto en su corta vida; una piel tan blanca como la leche y no precisamente de la palidez propia de los muertos; la blancura era tal que incluso llegaba mostrar los hilos de las venas las cuales, a pesar de ya no transportar sangre, se notaban a lo largo y ancho de su epidermis, la que era adornada con unas curvas sensuales y voluptuosas y un pelo rubio casi cenizo. Tenía pómulos que apenas sobresalían de su rostro; nariz delgada, cejas abundantes del mismo color del cabello y unos labios ligeramente gruesos, de un color tan rojo que ni siquiera la muerte se había atrevido a arrebatar.

El joven enfermero no pudo resistir la tentación y levantó un párpado que se hallaba adornado de las pestañas más largas que él había tenido el privilegio de conocer, para encontrarse con unos ojos más azules que el mar.

A pesar de la falta de vida del cuerpo, el joven sintió como si el cadáver lo observara fijamente con una cálida mirada que le llegó hasta su alma.

Robert acababa de conocer el amor...

EL AMIGO DE LA MUERTE...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora