Capítulo 10. Solo y acompañado

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Las luces se habían apagado para mí. Lo último que recordaba era que me arrastraba entre el vómito y la sangre. La zona más codiciada estaba cerca, ya la tenía en mis manos, o eso fue lo que pensé.

No podía decir que estuviese muerto. Me encontraba en el mismo limbo de la vez que alucinaba en la jaula eléctrica. Un lugar donde los sentidos estaban ahogados por la soledad, un espacio que no se apreciaba como cielo o infierno. Sí, allí estaba, sentado en el suelo con el rostro y mis brazos cruzados apoyados sobre mis rodillas, sin saber qué acontecía en el mundo exterior. Lo único visible era mi propia persona, el resto era lóbrego.

Tenía el consuelo de ya no sentir el inmenso dolor en mi cuerpo. Algunas veces experimentaba hormigueos en el abdomen, una sensación que no consideraba molesta, ni tampoco agradable. Soportaría lo que fuese aquí, pues qué menester tendría sentido en medio de la nada; por desgracia me era imposible pasar por alto la inaguantable y amarga aflicción de no poder hablar con nadie. En un sueño conversarías con quien tú quisieras, aún en las pesadillas presenciabas acción con un motivo para temer o luchar, o ambos.

—Me arrepiento de haber dicho que esas visiones no servían —susurré, deprimido—. Al final, me advertían del inminente peligro.

—Sí que eres todo un melancólico cuando estás solo —expresó la misma voz que me insultó, alentó y animó en aquella ocasión en la jaula eléctrica.

—¿Quién dijo eso? —pregunté, mirando a los lados.

—No vale la pena que lo averigües —contestó con relajo—. Estamos sentados espalda con espalda.

—¿Desde cuándo estás allí? —interrogué, confundido.

—¿Creíste que estabas recostado de una pared? —contestó entre risas— Melancólico y descuidado, eso eres.

No podía girar el cuello para verle, era como si mi rostro se negara a verle. Algo muy extraño, todavía para un mundo como este. «No debo confiarme», pensé como todo ser vivo a la defensiva.

—No es de buena educación conspirar así contra tu compañía —reprochó.

—¿De qué hablas? —pregunté. «¿Acaso puede leerme el pensamiento?», me dije.

—Sí puedo. No hay nada que esconder aquí. Un consejo: no todos gustan ser bombardeados por preguntas.

—Tú eres el extraño maleducado que no responde. Ni siquiera permites que te vea —repliqué.

—No seas obstinado —expresó con relajo—. Nos conocemos.

—Entonces, ¿eres yo? —pregunté, tratando de llegar a una respuesta concisa. He visto películas donde en la mente de una persona, podían habitar otras personalidades.

—No puedo afirmarlo o negarlo en absoluto. Soy aquello que llamas: Instinto.

—Si es algún tipo de broma, no es graciosa —me quejé—. Por tu manera de hablar, intentas transmitir tranquilidad y seguridad, pero no dejas de ser un desconocido.

—En medio de toda esta incertidumbre, no critico que estés a la defensiva. No he mentido en nada de lo que te he dicho —expresó.

Él me recordó a... «mí» cuando le hacía entender a Honnel que yo no era un asesino. Sus palabras de alguna manera me inspiraron confianza.

—Lo ves, aquí no es posible mentir —ratificó—. Desde que abandonaste la cabina, todo se ha vuelto un proceso difícil, sin embargo, pudo ser menos complicado, es solo que...

—Que soy un inútil, lo sé —completé. Sentía que podía predecir lo que diría, así que mencioné lo del collar averiado, la muerte de Honnel, la destrucción de su refugio, la pérdida del Segway como pruebas de lo fracasado que yo era. Todavía no contaba mi terrible habilidad en combate.

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