Capítulo 13

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Estoy sentado en el suelo con las piernas pegadas al pecho cuando mi alarma comienza a sonar. No tengo ganas de levantarme, pero lo hago. Tengo que empezar la rutina de todos los días. Son las seis, quizás mañana pueda levantarme más tarde ya que no pienso regresar al panteón. Sí, quizás, pero hoy tengo que hacer una entrega.
Tomo ropa limpia y voy a darme un baño. No pude volver a dormir, como nadie en el pueblo, eso es seguro. Los lamentos no pararon hasta las cinco, las luces siguieron encendidas.
No recuerdo cuándo fue la última vez que me enfermé, tampoco es que importe mucho, pero no lo recuerdo. Mi cabeza sigue dando vueltas intentando recordar quién vive a dos casas de aquí, conozco a casi todas las personas del pueblo gracias a mi abuela, pero al parecer hoy no es día para recordar.
Salgo del baño ya vestido, guardo mi paquete en la mochila y me la cuelgo al hombro. Me despido con la mano y cierro la puerta de casa, no tengo ganas de desayunar, ni de charlar. Hace mucho frío, olvidé la bufanda y los guantes en mi habitación, froto mis manos y las resguardo en mis bolsillos. Levanto la mirada y me encuentro con el escenario que ya esperaba ver: unos padres desolados en la entrada de su casa con montones de personas alrededor de ellos. Camino sin separar la vista de ellos, sobre todo de la madre, me detengo antes de doblar en la esquina de la casa de Renata. La mujer está sentada en las escaleras de su entrada, con la cabeza gacha y las manos cubriendo su rostro, la mano de su esposo sobre su hombro, supongo que intenta brindarle un consuelo que ni siquiera él tiene.

-Amelia... -ese era su nombre, apenas lo digo su madre levanta la vista, me mira directamente a los ojos, o al menos eso parece.

Se pone de pie y baja un par de escalones, todos a su alrededor guardan silencio y la siguen con la mirada hasta que encuentran lo que sus ojos ven: yo. Siento las miradas de todos recorrer mi cuerpo, no podría decir qué están pensando, pero no debe ser bueno. Quiero irme, pero mis piernas no responden, un escalofrío recorre mi espalda. La señora sigue avanzando, ahora está a la orilla de la banqueta.

-Mi Amelia... -no escucho su voz, pero la siento retumbar en mi cabeza.

Comienzo a retroceder, debería entrar a mi casa y quedarme ahí hasta que todos desaparezcan, pero no puedo. Prometí ir a casa de Renata y tengo un examen hoy, eso último no me importa, pero a mi abuela sí.

(Lo lamento, en serio... Ni siquiera podía recordar su nombre hasta este momento. Sé que mi dolor no se compara con el suyo, pero espero que logre consolarla el hecho de que yo también sufro todos los días...).

Se pone una mano en el pecho y asiente. Mis ojos se llenan de lágrimas, es imposible que escuchara mis pensamientos, pero creo que lo hizo. Da media vuelta y regresa a su posición original. Yo también retomo mi camino.
Me detengo frente a la puerta, de vez en cuando hablo por teléfono con sus padres, pero desde hace tres años no vengo a esta casa. Mi dedo está a escasos centímetros del timbre cuando un grito de dolor profundo inunda mi cabeza, me quedo sin aliento, un grito así es peor que uno real.
Una única lágrima cae por mi mejilla, bajo la mano despacio y me alejo de la puerta. No puedo hacerlo, aún no.
El dolor está en mí, en mis huesos, en mis venas, en mi cabeza y en mi corazón. De nada servirá que me deshaga de todo esto si no puedo soltar todo ese sufrimiento. Más lágrimas salen. No puedo seguirla decepcionando, no puedo continuar resignándome a estar en la ignorancia, quiero saber qué pasó y quién fue. No quiero y no puedo seguir viendo a las personas perder a sus hijas... no quiero reemplazar los gritos de Renata con los de todas esas madres, no hay cosa que se compare a eso.
Ella no pararía si el muerto hubiese sido yo. Doy la vuelta y corro... Necesito consuelo, aunque sea un poco y no lo merezca, lo necesito.

Del Otro Lado Del RíoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora