Primer Cambio II

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Ya lo tenía todo listo, aunque aún continuaba esa sensación extraña en mi interior que me decía que se me olvidaba algo, no sabía exactamente el qué, pero que me iba a arrepentir de no haber buscado hasta encontrarlo.

Supongo que esto es algo conocido para aquellos que viajan... bueno, iba a decir que viajan mucho, pero hasta para mí que salvo por las excursiones del colegio no había salido del pueblo, también lo era. Ese nerviosismo, sentir que la boca de tu estómago se cierra; y lo más gracioso es que muchas de las veces que no paramos de pensar que algo se nos olvida, es mentira.
La alarma del móvil saltó y me llevé el susto del siglo. Había llegado la hora por mucho que hubiese retrasado el momento y fue entonces cuando esa dichosa sensación de la que hablaba se agudizó.

Repasé de memoria cada cosa que había metido en la maleta, que aunque Tefi se había empeñado por teléfono en que apenas incluyese dos mudas, me era imposible imaginarme solo con eso en la ciudad. Dos pantalones de chándal, las cuatro camisetas anchas de publicidad que más me gustaban, varios cambios de ropa interior, unas deportivas, un camisón para dormir y, por supuesto, el pijama de ovejitas que había lavado especialmente para la ocasión. A todo ello había que sumarle el vestido hasta los pies y las sandalias que ya llevaba puestas.

Obviamente la maleta no se quedaba ahí ni por asomo. Productos de aseo como el cepillo de dientes, mi cepillo para el cabello, desodorante... hasta un botecito rellenable de colonia de bebé. Sí, a mis 29 años seguía usando ese tipo de perfume, pero es que era algo que me encantaba y me hacía sentir más cercana a mi pueblo. A mi casa. A mis padres.

La alarma volvió a sonar, signo de que ya habían pasado cinco minutos más y también de que, o salía en ese momento o iba a perder el tren. Otro repaso rápido más a las cosas que llevaba encima y... ¡sorpresa! Me iba a ir sin llevarme nada de dinero. Parece ser que en esa ocasión el presentimiento de dejarme algo iba a tener toda la razón del mundo.

Tras el último vistazo a mi casa, apagar las luces, cerrar la llave del agua y desconectar el gas, salí y cerré la puerta con llave.

No tardé en llegar a la entrada de la estación, o eso me pareció; de hecho, me sentía como si no fuese yo la persona que se estuviese marchando y simplemente lo viese cual espectadora de un programa de televisión. Por el camino incluso había saludado a Carmina que me miraba tras el visillo de la ventana, pero hasta entonces no me había percatado realmente del asunto ni de su mirada triste al verme partir. ¡Quién lo iba a decir! La señora Carmina, cotilla por excelencia del pueblo, apenada al verme marchar aunque fuese uno de los chismes del momento.

Crucé el umbral de la estación y mostré el billete al empleado; en cuanto revisó que estaba correcto, me abrió la puerta y accedí a la zona de pasajeros.

No había pasado por el cementerio y si no lo hice fue precisamente porque sabía que si me pasaba a verlos, a despedirme de ellos momentáneamente, iba a derrumbarme y nadie sería capaz de sacarme de allí jamás. Preferí no hacerlo porque despedirme de ellos hacía que todo lo que estaba sucediendo fuese en serio y no un plan alocado entre amigas que nunca llegaría a realizarse.

Cuando el tren llegó arrastré la maleta hasta la puerta del vagón correspondiente y me subí. Primera hostia de realidad en toda la cara. Podría salir de allí y gritar que no quería irme y que me había equivocado; el tren aún estaba en la estación y seguía en mi amado pueblo. Podría caminar de vuelta a mi casa, abrir todas las llaves de nuevo y seguir viviendo sola como durante las últimas tres semanas. Podría hacer tantas y tantas cosas que me dejarían completamente estancada, que sabía a la perfección que no debía hacerlas.

Busqué mi asiento y me alegré; la vendedora de billetes me había dado uno individual en el vagón preferente. Lo había comprado con tan poco tiempo de previsión que los asientos en turista estaban completos... Pero aunque me había costado un poco más caro, lo prefería. Para mí, chica con una cincuenta de pantalón, era muy incómodo pedirle a alguien que se moviera para sentarme junto a la ventana o hacerlo en el pasillo y notar cómo les molestaba que me sentase al lado. Porque sí, se les nota en la cara; al menos yo lo percibía siempre. Yendo en un asiento individual me ahorraba que alguien, mientras me mirase de soslayo, cruzase pensamientos por su cabeza del estilo: "joder, está muy pegada a mí"; "suda como una cerda"; "ya me ha tocado la gorda que huele mal"; "fijo que me da con el culo en la cara cuando quiera ir al baño porque no cabe"... Era de agradecer que eso no fuese a ocurrirme en ese viaje, aunque de lo que no me iba a librar era de sentirme encajonada en el asiento y de que los reposabrazos se me clavasen en los muslos como si no hubiese un mañana.

Soy Diferente© [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora