Prólogo

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Las manos de Abraham temblaban, pero el contacto con agua caliente le relajaba , o al menos normalmente lo hacía. Mientras el fondo de la bañera se teñía de rojo, las nauseas no hacían más que aumentar. Arañaba su piel, furioso, intentando limpiar ese rastro rojizo de su cuerpo, pero la sangre le había dejado el negro cabello pegajoso. Después de quince minutos bajo el agua había recuperado el pulso parcialmente, aunque le hervía la sangre según el agua desaparecía por el sumidero.
Aún mojado, se dirigió a su habitación y guardó algunas prendas de ropa en su bolsa. Iba a arreglar lo que su prepotencia había provocado y, tal vez después, volvería a acabar lo que había empezado, si quedaba alguna esperanza para él. Su reflejo en el espejo del dormitorio le hacía dudar de ello. Podía lavar la sangre de su cuerpo, pero la verdad es que él seguía intacto, y se sentía culpable por ello. Ni tan siquiera un pequeño arañazo, tras toda esa sangre él seguía ileso. Se vistió tan rápido como le fue posible y se dispuso a alejarse, pero cuando llegó a la puerta Lycan le esperaba.
Midiendo casi dos metros, aquel que había considerado más que un hermano, le bloqueaba el pasillo. Aunque en sus ojos había amabilidad, e incluso un leve atisbo de arrepentimiento, en cuanto vio la bolsa de Abraham, le gruñó.
-¿Te marchas?- le preguntó de mala gana.
-No tengo otra opción- contestó Abraham, haciendo el amago de avanzar, pero Lycan no se apartó- Tengo que arreglar lo que ha pasado.
-Puedes quedarte aquí, hay muchas cosas por hacer.
-Poco puedo hacer ya- lo desafió empujándolo- No puedo traerlos de vuelta.
La respuesta no se hizo esperar, pero no fue la que Abraham predecía. En lugar de devolver el empujón, Lycan lo abrazó, apoyando la cabeza del joven en su pecho. Sus manos también temblaban.
-Yo soy más culpable de ello que tú, así que no finjas que es solo problema tuyo- dijo, con la voz quebrada- Si les adiestré como guerreros era para proteger, no para causar daño.
-Yo solo quería darles oportunidades...
-Y les diste el don, como deseaban.
Abraham no pudo aguantar más y se apartó sollozando. Aunque ambos no aparentaban más de veinte años, habían pasado mucho más tiempo juntos, y sabía que Lycan solo estaba siendo condescendiente.
-Maldije a esos niños, que han sido como mis hijos- dijo tratando de no gritar- Si, ellos querían el poder que les dí, pero no eran conscientes de sus consecuencias.
-Fue su decisión- insistió Lycan, que poco a poco perdía la paciencia y, tras su sonrisa, empezaba a mostrar sus colmillos.
-Nos aprovechamos de su ingenuidad- siguió, alzando cada vez más la voz- Necesitábamos un ejército y lo conseguimos, ¿verdad?.
-Hicimos lo que debíamos- dijo Lycan abofeteándole- Hemos puesto fin a guerras gracias a lo que hicimos. Hemos evitado conflictos antes siquiera de que la gente supiese de su existencia.
-Hemos matado niños- gritó Abraham, con los ojos empañados.
-Hasta ahora no te había importado.
Lycan se arrepintió según pronunciaba esas palabras. Un pequeño destello en la mano de Abraham le puso sobre aviso, pero el pasillo era estrecho, y no pudo esquivar la lanza que se había materializado, la cual ahora le atravesaba el hombro derecho. Dio un rugido, tratando de apartar a Abraham, pero sintió como la carne cedía bajo su mano. Cuando se dio cuenta, al final de su brazo izquierdo lucía una zarpa, manchada de sangre.
Abraham se había llevado las manos a la cara, y entre sus dedos corría la sangre. A Lycan le asustaba la idea de haber dañado a su amigo, pero en un instante se le heló la sangre, porque el grito inicial había sido sustituido por siniestras carcajadas. Cuando Abraham alzó la cabeza, un brillante ojo rojo se posó sobre el pobre Lycan. Un segundo después la sangre comenzó a teñir el suelo.

Una hora después, Abraham salía del edificio con la cara casi cubierta por vendas. Cruzó el jardín que separaba su hogar de la gran mansión en que vivían sus discípulos, o los pocos que quedaban. No llegó a llamar a la puerta cuando esta se abrió, y un joven encapuchado, envuelto en una gabardina carmesí, le hizo una seña para que pasase. Bajando la cabeza, Abraham entró, siguiendo al joven hasta el gran salón, en el cual se había montado un hospital improvisado.
Decenas de cuerpos yacían en el suelo, algunos cubiertos por sábanas, dados ya por perdidos, pero la mayoría de pacientes estaban aún debatiéndose entre la vida y la muerte, algunos gritando y otros simplemente sollozando. Las miradas de odio se clavaron en él, como estacas, pero trató de ignorarlas y se acercó a una joven, la cual había perdido el brazo derecho'y estaba inconsciente.
Se arrodilló junto a ella y, lentamente, acercó su mano al muñón, el cual comenzó a resplandecer. Poco a poco, un hueso empezó a hacerse hueco entre la carne, haciendo que la joven despertase entre gritos de agonía, para instantes después volver a perder la consciencia. Unos pocos jóvenes se acercaron, desconfiados, mientras el hueso comenzaba a crecer y cubrirse de ligamentos, dándole la forma de un brazo deforme, algo más delgado de lo que debería.
Por otro lado, del rostro de Abraham comenzó a brotar sangre, al principio a gotas y, finalmente, en pequeños riachuelos que caían desde su barbilla hasta el suelo. Al cabo de dos minutos, él respiraba con dificultad, pero la joven poseía un nuevo brazo, ya similar al opuesto.
-Si aún confiáis en mi- comenzó a decir entre jadeos- Llevadme hacia el siguiente.
Nadie trató de ayudarlo, pero cuando hizo el ademán de ponerse en pie, una mano se puso frente a él, la cual cogió agradecido, aunque básicamente lo arrojaron de rodillas junto a otro joven, cuya mirada estaba perdida. Mientras su anterior paciente había mostrado signos de brutalidad, este solo tenía 3 heridas, limpias y precisas, en pecho, estómago y muslo derecho. A ese joven lo había matado él, y nada podía hacer por sanarlo.
-Con él no puedo hacer nada- dijo en voz baja.
-Ni con nadie que te haya plantado cara- oyó una voz a su espalda- Apenas han tardado unos minutos en morir.
-No servirá de nada que me disculpe, no les va...
Antes de acabar la frase alguien le dio una patada en la cara, quedando tumbado boca arriba. Vio el metal relucir en sus manos, y cerró los ojos, creyendo que iba a haber más sangre, pero pudo escuchar como las armas golpeaban el suelo.
-Al menos contigo no hay gritos- dijo alguien.
-Y has venido aquí a ayudar- murmuró una joven.
Cuando Abraham abrió los ojos, los jóvenes estaban de rodillas a su alrededor. Algunos de los heridos habían callado, y trataban de acercarse como podían.
-Si no puedes curarnos a todos, al menos apiádate de nosotros- dijo un joven cuya cara estaba cruzada por tres enormes tajos- Es lo mínimo que puedes hacer para compensarnos.
Abraham y sus discípulos pasaron el resto de la tarde en absoluto silencio. Los jóvenes sacaban los cuerpos al jardín, mientras él trataba de atender a quienes podía, dando prioridad a quienes estuviesen más críticos, pero según pasaba el tiempo sus energías comenzaron a flaquear, y al anochecer, lo único que podía hacer era abrazarles mientras deslizaba un cuchillo por su espalda, aliviando su dolor.

Cuando la Luna se alzaba, de la mansión surgieron aullidos, pero Lycan no apareció, así que Abraham ayudó a enterrar a sus víctimas, mientras lloraba. Aunque otros se habían ofrecido a ayudarlo, les mandó a descansar, y nadie se atrevió a replicarle.
Tras un par de horas, una joven apareció con tres cuencos de sopa, dejándolos junto a él, pero en lugar de marcharse, se sentó en el suelo, mientras Abraham cavaba en silencio.
-No sé si servirá de algo, pero yo no te culpo- dijo sorbiendo la sopa.
Por un instante, Abraham se detuvo, pero decidió ignorar a la joven y seguir cavando.
-Ellos te atacaron, tu solo te defendiste- siguió hablando- No es como si hubieses tenido otra opción.
-Podría haberme quedado quieto- le respondió Abraham, apoyado en la pala- Podría haberos advertido que no puedo libraros de las runas.
-No queremos librarnos de ellas- se quejó la joven, que se llevó la mano al pecho.
-Ya verás en treinta años- dijo Abraham sentándose junto a ella- Querrás ser normal.
-Aquí soy normal- replicó la joven, bastante ofendida- Los que vinieron eran europeos amargados.
-Bueno, allí les dan caza por mi culpa- los defendió él mientras cogía uno de los cuencos- No se lo dejé fácil.
-No puedes saberlo todo
-Pero debería intentarlo, a mi edad debería ver venir estas cosas.
-¿Todos los veinteañeros sois iguales?- bromeó la joven.
-Solo los que lo somos desde hace un siglo- dijo el sin poder evitar sonreír.
Acabaron de cenar en silencio, mientras el tercer cuenco seguía sin enfriarse. La joven se acurrucó junto a Abraham, quien la rodeó con un brazo mientras le daba un beso en la frente.
-Todos entendemos que tengas que marcharte- dijo ella- Si otro de esos locos cruza el atlántico podría provocar muchos problemas.
-No están locos, solo confusos- les defendió él- Vosotros lleváis décadas entrenando el Don, ellos no sabían que lo tenían.
-Quizás puedas traerlos aquí, que aprendan a usarlo. Que sean como nosotros.
-No creo que sea buena idea, Lycan los usaría como carne de cañón a la mínima. No sería justo.
-La vida no es justa- dijo ella mientras se levantaba, llevándose el cuenco sobrante- Voy a llevarle esto, tú sigue cavando.
-No creo que sea buena idea...
-No lo es, pero me gustaría poder honrar mañana a mis amigos, así que si te niegas a recibir ayuda, al menos no te pares en tonterías.
Abraham quiso decir algo más, pero la joven ya se había marchado. Poco después pudo oírla gritar, y como se estrellaba el cuenco contra el suelo. Estaba casi seguro de que Lycan no podía hacerle daño, pero con un suspiro de resignación, clavó la pala en el suelo y entro a la casa, lanza en mano.
No querría arriesgarse a perder a nadie más esa noche.

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⏰ Última actualización: Sep 21, 2020 ⏰

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