Caiptel .VII.

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Estaba inquieto. Los ruidos de la noche se colaban en la iglesia. ¿Un búho? ¿Las ranas en el pozo? No... eran voces y pasos acercándose. ¡Los monjes! ¿Se habían apagado los cirios? ¿Ya era la hora de los Nocturnos? Tenía que despertar a Rónán, antes de que los descubrieran. La sangre en el suelo del santuario, las provisiones robadas... y ellos dos ahí, abrazados. ¿Cómo iban a explicarlo? "¡Rónán!", gritó, pero no oía su propia voz. "¡Rónán!". Intentó moverse, sin éxito: los brazos del muchacho se lo impedían. "Rónán, ¡despierta!", gimió. No había caso. De improviso, un hedor pestilente se metió por su nariz y le atenazó las tripas, amenazando con hacerlo vomitar. ¿Era el olor de las letrinas? No... Tenía un extraño dulzor. ¿Qué podía ser? Le traía recuerdos... Aquella mañana, hacía tantos años, junto al arroyo, cuando había descubierto por accidente el cadáver de una desafortunada oveja. El animal, medio devorado por un lobo, llevaba allí varios días, oculto entre la hierba alta, cubierto de moscas y larvas blancas. Desde entonces, pensó Colum, el olor de la muerte se había quedado plasmado en su memoria, bien escondido donde no pudiera perturbarlo. Hasta ahora, en la iglesia oscura, cuando volvía a sentirlo en su nariz y en su boca. De donde sea que viniera, estaba muy cerca de él. Podía oír el zumbido de las moscas en sus oídos. Pero las voces de los monjes se aproximaban más y más. Tenía que despertar a Rónán. "¡Rónán, por el Dios Vivo!", gritó, mas el ruido de cientos de miles de diminutas alas invisibles ahogaba su voz. "¡Rónán!", rugió, desesperado; el oscuro enjambre se le metió por la boca abierta. Podía sentirlas caminando en sus labios y en su lengua. Asqueado, se revolvió y forcejeó para liberarse del abrazo del novicio dormido, pero sus miembros no respondían. Los brazos que lo envolvían se sentían diferentes ahora: duros, huesudos y fríos, como los de un anciano. De pronto, una idea siniestra cruzó por su mente: aquel no era Rónán... Bajó la mirada. Las manos que lo apresaban, emergiendo por las mangas del hábito, eran en realidad unas zarpas sarnosas, moteadas con mechones de áspero pelaje gris. Unas garras amarillas lo acariciaban: una dibujaba la curva de su cuello, la otra buscaba tocar su pecho por debajo de la tela. Oyó un gruñido y una bocanada de aire fétido y tibio le cortó la respiración. En su cuello sintió algo húmedo. Era una lengua, larga y flexible, que colgaba de un hocico abierto.

Por fin consiguió gritar. Sus ojos se abrieron de repente y la pesadilla se desvaneció.

- ¡Colum! – lo llamó una voz conocida. Acostumbrándose de nuevo a la penumbra, vio una silueta gruesa recortada contra la luz de los cirios que seguían ardiendo, muy bajos, sobre la cubierta del altar –. ¿Q... qué haces allí, acostado? ¿Dó-dónde está tu c...compañero?

Colum se sentó en el frío pavimiento de la iglesia. Miró primero a Airennán, y luego recorrió el recinto con los ojos. No veía a Rónán por ninguna parte.

- Padre... – musitó, con una mezcla de alivio y nerviosismo –. Yo...

- Te-te quedaste dormido, eso puedo verlo –. El buen abad se cruzó de brazos y en su rostro se dibujó una expresión de forzada severidad –. Estoy decepcionado, Colum. Se espera más de ti. ¡Ya no eres un ch...chi-chiquillo!

- Me acuso, padre abad... – musitó el oblato, y desvió la mirada, fingiendo compunción. En realidad, seguía inspeccionando su entorno. Se dio cuenta de que las manchas de sangre del santuario habían desaparecido. Tampoco había rastros de la vasija de carne seca, ni de la botella de vino. La loza que escondía la entrada al subterráneo estaba de vuelta en su lugar, como si nadie la hubiera movido. ¿Había sido Rónán? Era lo más seguro... ¡Y gracias al Dios Vivo que había sido así! "Estúpido, Colum...", se dijo. ¿Cómo había podido quedarse dormido? Pero, ¿a dónde se había ido Rónán? ¿Por qué no lo había despertado? Salvo... Salvo que todo hubiera sido un sueño. La idea le causó una dolorosa sensación de vacío. Cuando se dio cuenta de que los ojos pardos del superior lo inspeccionaban, se apresuró a mentir –: Me detuve un momento a descansar y me venció el sueño. No tengo excusas. Aceptaré la penitencia que me corresponde.

Airennán soltó un suspiro, se arrodillo dificultosamente junto a él y lo palmeó en los hombros.

- Tampo-poco te lo tomes tan a pecho, hijo – lo consoló y su rostro cedió por fin a aquella sonrisa suya, generosa y hogareña, que nunca andaba muy lejos de la superficie –. Es difícil rezar solos, de n...noche. ¿Po-por qué no vino nadie a acompañarte? Además, seguro estabas demasiado cansado, d...después de pasar todo el día afuera, c...con Óengus, ¿no es cierto?

- La verdad es que así es, padre abad. – Colum se dejó llevar, rescatado como de costumbre por la infinita indulgencia de Airennán el Sabio –. Estuve ayudando en el jardín de las hermanas. No me di cuenta de cuán exhausto había quedado.

- Comprendo. Colum, hijo, eres un buen chico. ¿Lo sabes? Eres generoso. Pero tienes que me-medir tus fuerzas, y reservarlas para c...cu-cumplir primero con tus propias t...tareas – lo animó Airennán –. Nuestro principal deber, el más... f...fundamental de todos, es rezar los salmos ca-cada día pa-para disciplinar nuestra mente...

Colum se lo quedó mirando, pero casi enseguida se distrajo. Mientras Airennán tartamudeaba su tierno sermón, el oblato se puso a recordar uno a uno los acontecimientos que habían terminado con él durmiendo solo en el piso de la iglesia: su oración solitaria; la llegada de Rónán, sangrando y como en trance; el hermoso muchacho desvanecido en sus brazos; la plegaria murmurada ante el crucifijo, el agua que lo había revitalizado; el túnel, la carne salada y el precioso vino robado. Luego, las lágrimas de Rónán y esa confesión que había hecho que Colum ardiera por dentro. Y su propio arrebato: su secreto revelado de repente, que se le había arrancado de los labios sin que pudiera detenerse a medir las consecuencias. Y, al fin, ese abrazo tibio y fuerte: el cuerpo de Rónán pegado al suyo, su perfume que lo envolvía... Se ruborizó. ¿Era posible que su mente lo hubiera inventado todo? Se sentía tan real en su memoria...

- ... d... de-debes cuidar de ti mismo – concluía ya el abad –, como nuestro Señor cuida de ti, ¿me entiendes? Debes alimentarte b...bien. D...de-debes dormir suficiente. ¿Sí? Nuestra vida es d...dura, y no sirve de nada que te consumas tan pronto. ¡Eres demasiado j... jo-joven!

- Sí, padre abad.– Asintió Colum con genuina gratitud. Había tenido suerte de que fuera Airennán quien lo encontrara y no otro de los superiores –. ¿Le dirás a Máel Dub que me dormí en la vigilia?

- ¡Ah, aquí no hay pecado que c...confesar, muchacho! – replicó Airennán y volvió a palmearlo con demasiada fuerza –. Creo que p...po-podemos ahorrarle las molestias al anmcharae ¡si tú me prometes que no le dirás na-nada a Échtgus! N...no quiero que me regañe otra vez... – murmuró, compungido. Colum asintió con un sonrisa, logrando apenas contener la carcajada –. De acuerdo entonces... Ya va a sonar la primera campanada de los N...Nocturnos. ¡Ve-vete a dormir antes de que lleguen los demás! No quiero verte hasta Laudes, ¿bien?

- Bien, padre abad – replicó el chico. Se puso de pie, se inclinó ante su superior y se dirigió a la puerta.

- ¡No olvides tu c...ca-capa! – lo llamó el abad y Colum sintió un escalofrío. La capa... Colum había dejado la suya sobre su lecho la mañana anterior. Vacilante, caminó de vuelta a donde estaba Airennán, estiró la mano y recibió la pesada prenda de abrigo. Cuando el abad ya no podía verlo, se la acercó a la cara y la olió. Rónán... Era la capa de Rónán. No había sido un sueño.   

Mac na Rún: Hijo de la VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora