S. 1

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"Shhhh" reprende Manuel, cubriendo la boca de Martín con toda su mano. Se escuchan voces por el amplio pasillo, dando la vuelta, acercándose, dos, no tres personas. Unos tacones. La representante de Colombia dándoles alcance. El de Ecuador y el de Bolivia se reían de la historia que contaba un tercero.

Martín le muerde la mano, sus pensamientos apenas un vacío negro envuelto en los hormigueos de su torso. Manuel le deja babearle mientras eso le mantenga callado. Mira hacia abajo, a las formas ensombrecidas, el poquito extra que falta rodeado de una mata negra.

Quieren ser pacientes, esperar a que pasen, pero caminan lento, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, y a Martín el airecito le enfría. Colombia hace una pregunta y Perú le responde. Cresta. Miguel. Manuel y Martín se miran, con el mismo impulso de subirse los pantalones altiro. Pero no pueden hacerlo, porque no tienen excusa alguna para estar en esa salita de archivos y mucho menos para salir juntos de ella.

Sus colegas se han detenido cerca, probablemente junto a la puerta de vidrio que da al jardín. Donde están los ceniceros para fumadores, donde ellos mismos se encontraron casualmente durante el descanso del almuerzo. _Casualmente_, es lo que Manuel quiere pensar (no vaya a ser que Martín piense que le esperaba, no, por favor).

El diablo le entra a Manuel en una tontera pasajera y, como el buen aweonao que es a veces, sube su mano fría por debajo de la camisa de Martín, que no se queja, pero se retuerce y pasa a llevar un archivador. Por suerte está todo tan apretado que no se cae nada. Riñen entre dientes echándose mutuamente la culpa, las manos de Manuel vuelven a posarse sobre la piel de Martín -decididas, inamovibles- y Martín vuelve a retorcerse, moviendo las caderas sinuosamente. Manuel se muerde el labio y le toma por la cintura, sus manos más cálidas gracias al calor de Martín. Toma cuanta área puede tocar con los dedos, cubre lo máximo que le permite su palma, todo lo quiere abarcar, y los pantalones italianos de Martín se caen otro poco cuando se le aflojan las rodillas, el ruido suave de las hebillas de metal entre sus respiraciones agitadas tratando de calmarse antes de proseguir.

Calmarse las hebillas, sus respiraciones, ellos mismos. Estallan las carcajadas afuera, junto al cenicero. Martín reconoce la voz de Luciano.

Aguanta la respiración, para oírle, para estar seguro. Traga saliva y vuelve a jadear boquiabierto, más fuerte. Traga saliva una vez más y, sin avisarle a Manuel, se entierra contra él, sorprendiéndose a sí mismo.

Y fíjense que Manuel, que apenas tuvo un segundo para darse cuenta de qué estaba ocurriendo, logró contener su voz mejor que Martín. ¿Que acaso el amermelao quería que los pillaran? ¿Qué weá? Martín gimió bajito, para sí, las venas llenas y calientes palpitándole en el aire, y siguió gimiendo despacito cada vez, retomando el ritmo lentamente. Quería esto, lo extrañaba, la paja no es nada comparada a sentirse lleno y apretado, y Manuel era una opción mucho más viable y sencilla que pedir disculpas. Cuando Manuel retoma el aliento, con gusto le ayuda a llenarse. Martín se siente deseado y atractivo; acalorado y húmedo.

A Manuel se le olvidan los reproches: la energía de su cuerpo se concentra bajo su estómago; el aire no le parece suficiente. El cuerpo curvo, la boca entreabierta, la cara inclinada para ver las nalgas de Martín rodando contra su pelvis.

La gente afuera ya termina sus cigarrillos. Brasil mira su celular, esperando que Martín le responda alguno de sus mensajes. Quiere hacer las paces con él. No se muestra nervioso, pero sí se pasea cerca de las puertas ampliamente abiertas, como queriendo regresar pronto a la sala de reuniones para tener un tiempo antes de retomar la sesión.

Martín también quiere hacer las paces, pero antes quiere descargarse, vengar su orgullo herido y tener esa chispa en las entrañas que parece sólo despertar con Manuel. Está muy cómodo con ese ritmo y las manos de Manuel. No quiere que termine, se siente tan rico que parece una broma divina que tengan una brecha de tiempo tan acotada. Dan ganas de mandar todo a la mierda y olvidarse, dejar que los sonidos se liberen en todo su esplendor de media tarde de verano, reírse, gruñir, besarse, decirse te a...

Brasil, aburrido ya de enviarle mensajes de texto a Martín, procede a llamarle. El celular de Martín vibra y, peor aún, comienza a sonar, en su bolsillo del pantalón. Suena estruendoso en el silencio general de la habitación. Para su buena suerte, la puerta de densa madera retiene la mayor parte del sonido; para su mala suerte no es suficiente para que no se escuche afuera y reverbere suavemente en el pasillo. Es Manuel el que se apresura a agacharse a apagarlo, y a Brasil se le corta la llamada al mismo tiempo que la melodía que conoce.

"Tenemos que apurarnos", dice Manuel, dejando el celular a un lado. Martín suspira con frustración, enderezándose, cuando Manuel le detiene con sus dedos cálidos en su espalda, para que vuelva a agacharse. Martín siente algo que no sabe explicar mientras Manuel le busca el acomodo para que se sienta tan rico como antes. Por supuesto, no lo consigue, y no es lo mismo, pero a Martín le ha dado algo así como un frescor todo el imprevisto, una sensibilidad afiebrada mezclada con aventura (y quizá algo más). Podría morir por disfrutar de ese éxtasis otra vez.

El grupo entra al edificio, de regreso a sus funciones, la falta de señales de vida de algunas personas ya haciéndose notar. Perú piensa en hacer una llamada, pero Brasil le detiene antes de que pueda seleccionar el contacto, con una media sonrisa comprensiva y un gesto para que guarde su teléfono.

Ambos se hacen los desentendidos cuando Manuel y Martín llegan tarde, rojos y juntos.

S. 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora