14. Exigiendo respuestas

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Los pasos pezados crujieron por el eco de la habitación, apreté mis manos rezando para que no fuera mí madre, pues sabía que sería azotada por horas y horas, temblé al recordar las veces anteriores en que ella blandió el bastón de madera en mí pie...

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Los pasos pezados crujieron por el eco de la habitación, apreté mis manos rezando para que no fuera mí madre, pues sabía que sería azotada por horas y horas, temblé al recordar las veces anteriores en que ella blandió el bastón de madera en mí piel, golpeando el mismo lugar una y otra vez, hasta que sangrará. La última vez no pude moverme por tres días.
Pero eso cambiaría, yo lo arreglaría, nadie tiene el derecho de maltratar de tal forma a un niño o niña.
Las tablas rechinaban, cada vez con más velocidad, sabía que de todas formas tendría un castigo, pero dependiendo de quien me encontrará las cosas cambiarían, más severo o menos, depende de la persona.

Me acurruque en el suelo, sintiendo el miedo, quería desaparecer, que nadie me viera, mucho menos me dañará, eso era lo más triste de todo, yo hacía todo lo que me decían pero al más mínimo error era tan cruel castigada, no sólo yo, también mis hermanas, a mis hermanos nunca les sucedía nada, ellos eran perfectos, por ello eran intocables.

El frío del suelo me hizo estremecer, miré hacia la ventana, la cual aún permanecía abierta de par en par, ojalá Gyula no se hubiera marchado, no, era mejor que lo hubiera hecho, sino podían a mal pensar la situación, con ello yo sería...yo sería...

Acusada de adulterio.

Aún recordaba la última mujer acusada de adulterio, tan sólo tenía 18 años, era muy hermosa, su marido tenía 50, él...era abusivo y sanguinario, antes de que fuera condenada él la persiguió por el bosque, la violó, la golpeó y la acorraló contra un acantilado, allí fue atada y colocada en un ataúd, para después ser lanzada con suma crueldad a las profundidades del mar, las entrañas acuáticas la devoraron y no fue hasta que minutos después llegó una servidora que todos se enteraron que estaba embarazada, aunque fuese una ramera el bebé no tenía la culpa, casi al instante que se mostraron los papeles que contenían la información del embarazo de la chica, los mismos hombres que minutos atrás la habían atado y colocado en el ataúd, mientras mujeres pronunciaban rezos por su alma, se lanzaron desde la punta del acantilado para tratar de salvarla, salían pocos minutos a tomar aire y luego se sumergían nuevamente a las gélidas aguas.

La garganta me temblaba de solo recordarlo, casi podía escuchar los rezos de las mujeres aquel día, imaginando que eso me pasaba a mí, incluso el padre de la chica fue uno de los que la amarro al ataúd y fue uno de los que se lanzó tras el mismo ataúd. Era una muerte horrible. Mí vientre tembló al imaginarme el dolor de ver cómo no puedes ni salvarte a ti misma, mucho menos a tú bebé, quizá ella ni siquiera pensó en su hijo en esos últimos momentos, quizás sólo pensaba en lo que haría su amante al enterarse de lo que le habían hecho, como los mataría, los haría pagar por la muerte de su dulce hijo no nacido y la de su esposa, imaginarse como serían decapitados y desmenbrados, sus gritos rogando piedad de la misma forma que a ella la hicieron rogar, para finalmente morir a manos de quien la vida le habían arrebatado.

O quizás se la habrían salvado, la tendrían confinada a una habitación hasta que diera a luz, pero ella aprovecharía aquel tiempo para contactarse con su amante, hacerle saber las barbaridades que le habían hecho, además de que ella esperaba a su hijo, verlo regocijarse ante tan magnífica noticia, esperarlo hasta que finalmente un día aquellas puertas de madera blanca se abrieran y él entrará para llevarla en sus brazos a su nueva casa, y casi al instante casarse con ella, aún sin finalizar su divorcio con su antiguo esposo, pero al ser un hombre de un rango mayor al de su marido este podría hacerlo sin problema alguno, pasar noches de pasión y amor juntos. Luego dar a luz, descubrir que el bebé siempre estuvo muerto en su vientre o al menos desde el ataúd, luego sumergirse en una dura depresión, con su marido yendo a cazar a aquellos que la vida a su pobre e indefenso hijito le habían arrebatado, buscarlos uno a uno, torturarlos y finalmente llevarlos a la presencia de su mujer, para dejar un arma en las manos de ella, dándole el veredicto final.

¡Corre, Conejo, Corre!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora