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Ciudad Rosaviva, a diferencia de la capital, siempre es fría. Marga frota sus brazos tratando de entrar en calor, maldiciendo para sus adentros. ¿Cómo es que se le ocurrió volver a este lugar sin un abrigo? Tras un suspiro, la mujer se cala la boina y se sienta en su única maleta. La central de autobuses está casi vacía, solo se encuentran ella, una pareja joven y un anciano de semblante malhumorado frente a una máquina expendedora. Marga mira hacia su derecha, donde, a cierta distancia, hay una taquilla ocupada por una mujer soñolienta. Aprieta los labios, preguntándose si regresar fue la decisión correcta. Han pasado poco más de treinta minutos desde que llegó y todavía no quiere salir de aquí. El viaje se le antojó corto a pesar de que duró casi dieciocho horas y no padeció las náuseas y modorra propias de quien estuvo mucho tiempo en un autobús junto a otros treinta y cinco pasajeros.

Marga mira su reloj de pulsera: son las cuatro con quince de la mañana. Se queda sentada unos minutos más y entonces, ya más decidida, se pone de pie y sale a buscar un taxi que la lleve a casa de su madre. Por supuesto, no tiene que esforzarse mucho, pues siempre hay taxistas afuera esperando. "¿La llevo?" "¿A dónde va, señora?". La mujer aprieta el mango de su maleta y acepta al primero que le habla. Se acomoda en los asientos traseros y le da la dirección al taxista, un chico joven de piel tostada, que le sonríe con amabilidad por el espejo retrovisor.

—¿Está de vacaciones, señorita?—pregunta él tras unos minutos de viaje.

—No. Vine para quedarme.

El cielo sigue gris, adornado con la niebla. Marga apenas y puede vislumbrar el sol. Los edificios pasan uno tras otro, tan iguales. Rosaviva luce tal y como la dejó hace doce años. ¿De qué hablaré con mamá cuando llegue?, piensa. No hay nada bueno qué decir, y de seguro me verá como una fracasada.

Se consuela recordando que su situación actual no es tan mala y todavía tiene tiempo para empezar de nuevo. Apenas cumplió los treinta y dos el mes pasado, está en la mejor etapa de su existencia. Solo necesita darse un tiempo para sí misma y convivir con sus amigos del pasado para volver a ser feliz. Y si eso no funciona, al menos estará tranquila. Esta opción es mil veces mejor que irse a otra ciudad o solo haberse cambiado de casa. Después de todo el problema no fue la traición de Miguel, ni tampoco la muerte de Abril. Marga dejó de sonreír al enterarse que era un cascarón incapaz de engendrar vida.

Marga baja el vidrio de la ventana para sentir el aire. Ya casi llega al vecindario. Evoca momentos más simples de su vida, cuando su madre la peinaba con dos trenzas, todavía soñaba con un príncipe azul y se quedaba hasta tarde estudiando junto a Elvira para sus exámenes de álgebra, pues nunca le iba bien.

Cuando iba al café Dioniso por chocolate caliente y suspiraba por las cartas de Alejandro, piensa. Qué chico más pretencioso. ¿Cómo era que se hacía llamar en las cartas? Felidae.

Contiene un suspiro.

Felidae...

—Servida, señora—dice el taxista, esfumando los recuerdos de adolescencia—. ¿Quiere que la ayude con su equipaje?

—Estoy bien, gracias.

La mujer baja del taxi después de pagar y da las gracias de nueva cuenta. Una vez el vehículo se aleja, ella queda a solo unos pasos de la casita amarilla donde vive su madre. Toma aire tratando de aliviar el agudo pinchazo que siente en el lugar del corazón. Se dirige a la puerta arrastrando su maleta y toca el timbre con un dedo tembloroso. Escucha el rumor de unos pasos apresurados.

—¿Eres tú, Maggie?—dice Blanca tras un bostezo.

—Sí, mamá.

Blanca abre de inmediato. Tiene el pelo revuelto y la bata mal abrochada. Está sonriendo y su mirada, aunque ojerosa, brilla como una perla. Marga se estremece cuando la abraza

FelidaeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora