Lily hoy está triste, no quiere su guitarra, ni sus novelas románticas, ni películas de terror; hoy quiere un amigo con quien compartir. Ella lo tiene todo, pero no tiene nada, no tiene un hombro en el que llorar, ni quien le cuente chistes malos, ni con quien compartir el helado que su mamá le lleva a las tres de la tarde. Solo puede darle de comer a los cachorros y fingir que es la hora de merienda en el colegio. Solo puede sentarse a la ventana para ver a los demás chicos ir al cine o a la discoteca en las noches y sufrir por no poder acompañarlos; su vida social se limita a dos horas de conversación con la psicóloga después de la quimioterapia.
Hoy escuchó al doctor hablar con sus padres, no entiende porqué insisten en esconder el diagnóstico, ella ya lo sabe: a lo sumo veintitrés semanas de vida; no es algo que alegraría a nadie, pero para ella es la mejor noticia de su vida. Dentro de poco menos de seis meses mamá dejará de llorar cuando la vea vestirse frente al espejo. Cuando Lily ya no esté sus padres podrán volver a ir a Londres.