El amor.
Un concepto con aroma a limón que vuela con alas plateadas y polvo de estrellas.
Un ángel de plata que promete la calidez de un amante y la suavidad de un amigo.
Un niño que te ofrece inocentemente la mano pegajosa de sus caramelos favoritos. Su nombre es desconocido para ti, pero no puedes evitar sonreír y entrelazar tus dedos con los suyos, incluso si la sensación es desagradable.
Porque así es el amor. Paciente. Amable. Sincero. Pegajoso.
Una emoción que te hace volar al compás de los huracanes y las nubes de azúcar, que te hace olvidar que anteriormente te sentiste vacío.
Un limón alegre de sonrisa aniñada.
Pero entonces ves la realidad y ese feliz limón se pudre, llegando hasta tus heridas.
Hirviendo hasta el núcleo, lo único que quedan son los huesos y el polvo, envejecidos por la experiencia de los amores sinceros y el líquido de los limones viejos.
El amor no es como el de los libros.
El amor viste alas negras y desprende una luz cegadora similar a la del Sol. Nos quema las retinas y nos nubla la visión.
Y al final, solo quedas tú a oscuras contigo mismo.
Las cortinas bajadas.
Las pupilas enrojecidas y dilatas.
Las mejillas pegajosas.
Tu corazón marchito.
Y aquel limón que tantas risas te proporcionó, podrido en una esquina de tu habitación.