El dolor del progreso.

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Las mañanas en Buenos Aires siempre fueron frías y tortuosas. No importa sea invierno o verano.

Porque, fue una mañana, en que destruyeron aquel bar tallado por mis recuerdos.

Nunca he sido muy apegado a los individuos de este desalmado planeta. Soy un escritor independiente, sin motivos, en un cuerpo sin alma.

Cuando conocí aquella cafetería anticuada y de gustos simples supe que había encontrado una prisión voluntaria.

Siempre regresaba y mi orgullo lo aceptaba. Como un fantasma a la casa embrujada. Surgía en la entrada con mi abrigo oscuro y mis escritos bajo el brazo, me sentaba junto a la ventana y le pedía a esa simpática mesera lo mismo de siempre: café con leche sin azúcar.

Garabateaba en mis cuadernos hasta que las horas se robaban mis energías y mis letras. Al oscurecer, volvía a mi departamento a descansar. Cuando el sol asomaba, regresaba al bar ocupado por pocas personas, personas solitarias; sus  vidas fluían, sus años, como la arena caía en el reloj.

Corría el día veintisiete del mes de julio, nueve de la mañana, de un año perdido en la década de los 90'; cuando descubrí que mi único lugar en este mundo enfermo, era destrozado por las grúas.  Mi  lugar sacro fue vendido como una callejera, a una cadena gastronómica de fast food  asquerosamente moderna.

Aquí estoy, contemplando mi contento dañado.

" ¿Quién se ha robado mis alegrías?" me pregunto una y otra vez. 

La  existencia del culpable me animaba, por ello, cada mañana antes de que sus puertas fueran abiertas, las orinaba en un acto de redención.


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