CAPÍTULO XXIV

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Mean sabía que si quería tener una mínima posibilidad de que sus preguntas tuviesen respuesta tendría que encargarse él personalmente de formularlas. Sin intermediarios ni compañía alguna. Así, cuando tras unos días Plan se hubo incorporado a su puesto de trabajo, el CEO supo que podía abandonar su puesto por unas horas.

―Estaré fuera un rato. Tengo asuntos que atender ―declaró mientras pasaba por delante de la mesa del becario, en cuya cara se formó una expresión interrogante.

Pero antes de poder siquiera imaginar qué asuntos eran esos, la puerta del ascensor se cerró ante el serio rostro del mayor.

Ya fuera del edificio, se dirigió con determinación hacia el coche en donde le esperaba el chofer con el motor encendido y listo para recorrer un camino que tuvo tiempo de aprenderse en los últimos meses.

Escasos veinte minutos pasaron hasta que llegaron a su destino. Mean, quien desde un principio no hubo mostrado ningún signo de preocupación o duda, ya no sabía que pensar. En su estómago se formó un nudo tan pesado que hacía que sus piernas flaqueasen. En su boca apenas había rastro de saliva y a causa de ello su garganta se secó en cuestión de segundos.

No sabía si realmente estaba haciendo lo correcto, después de todo. Un paso en falso y todo se destaparía, impidiéndole la oportunidad de explicarse. Si Plan se viese obligado a elegir a alguien en quien confiar, Mean tenía muy claro que no sería él la primera opción y aquello le aterraba, pero la situación había llegado a un punto insostenible. Todo o nada.

Con pies de plomo, Mean se fue acercando a la puerta que le separaba de la única persona que le podía aclarar todas las dudas.

Cuando sus pasos se pararon, su mano parecía reacia a tocar el timbre.

Vas a tener que hacerlo tarde o temprano. Lánzate.

Ya estaba hecho. El sonido del timbre fue sucedido por una voz tenue que sonaba del interior.

―Ya voy, ya voy.

La cara de la mujer se paralizó por un segundo nada más abrir la puerta.

―Oh, Mean. Hola, querido. Pasa, pasa.

El corazón del CEO latía con demasiada rapidez. Quería soluciones y las quería ya, pero no sabía qué preguntas formular para conseguirlas.

―¿Ha ocurrido algo?

―Sabías que esto tenía que pasar en algún momento.

―¿Esto? Como no te expliques no sé si...

―Déjate de juegos, Ploy. Ya no soy un niño.

De la garganta de aquella mujer salió una risa cansada.

―Así que me reconociste. Ya veo.

―Desde el primer momento.

―¿Y qué es lo que pretendes encontrar viniendo aquí?

―Respuestas.

―Como seas más específico...

―Todos estos años me he estado preguntando qué pasó ese día, y ahora que te he encontrado sé que eres la más indicada para contármelo todo.

Un corto pero potente silencio invadió la habitación mientras ambos individuos se miraban cara a cara. Los dos sabían que la verdad no siempre es fácil de asimilar, pero en algún momento tenía que saberse.

―Más que un rato, está tardando unas horas... ―murmuraba el becario, quien se encontraba mirando de un lado a otro detrás de su mesa, impaciente por alguna señal o información acerca del CEO.

¡Venga! ¡Llama a tu novio!

Como una ráfaga, aquel sueño de hace unas noches pasó por su mente. Sabía que solo era eso, un sueño, pero también recordaba la vividez con la que lo tuvo. Tan cercano y a la vez con la certeza de no haberlo sufrido jamás en la vida real. Pero, habiendo perdido parte de sus recuerdos de pequeño, ¿realmente podía estar seguro de algo?

Perdido en sus pensamientos, apenas se percató de la llegada de aquel por el que tan preocupado estaba, quien de un movimiento brusco levantó al menor de la silla y se aferró a él como si su vida dependiese de ello.

―Lo siento... ―murmuraba.

―Más te vale sentirlo. Llevas horas fuera y no me has dicho nada.

Pero no era ese tipo de «lo siento». Era un lo siento cargado de remordimiento y angustia que llevaba tiempo dormido en lo más profundo de su ser.

Sin soltar a Plan de entre sus brazos, la respiración del mayor se volvió cada vez más agitada conforme se esforzaba para contener los sollozos.

―Lo siento... ―repetía una y otra vez.

Aquella escena insólita empezaba a atraer la mirada de los demás empleados.

―Mean... mejor que vayamos al despacho, ¿sí?

Pocos pasos después, allí se encontraban. Mean, todavía pegado a su amante, apretaba su agarre como si quisiese protegerle de todo lo malo, presente, pasado o futuro.

Plan, quien notaba como su capacidad para respirar disminuía, intentó separarse del CEO, solo para descubrir que tenía la cara empapada en lágrimas.

―Mean... ¿qué ha pasado mientras estabas fuera...?

El mayor hizo un esfuerzo para articular palabra, pero tan pronto como abrió la boca, la cerró.

―Supongo que Plan no sabe nada de esto... ¿no?

―¡Claro que no! Tampoco creo que deba.

―Ploy, algún día tendrá que saberlo... Sus propias pesadillas ya le están avisando

―Y así deben quedarse. Mientras se le convenza de que son solo eso, pesadillas, no tiene que pasar nada.

―Ploy...

―He dicho que no. Soy su madre. Yo sé lo que es mejor para él.

―Sabes que eso no es así.

―Se acabó. Fuera. Bastante con que he accedido a contártelo. Como le digas una sola palabra me aseguraré de que vuelva a desaparecer. Sabes que voy en serio.

La cara de Mean se volvió blanca como el papel. Su mente se encontraba demasiado abrumada como para inventar cualquier excusa y la verdad tampoco era una opción válida.

―Por favor... sal.

―Mean...

―Solo necesito un poco de tiempo... Sal.

Así, el menor salió de la habitación, dándole la espalda a la puerta mientras esta se cerraba tras de sí.

―Cuando decidas contármelo, ahí estaré ―afirmó con total confianza antes de volver a su puesto.

Mientras, Mean se había quedado tan solo en compañía de aquella conversación que se repetía una y otra vez en su mente. No estaba seguro si hubiese sido mejor no descubrir la verdad, pero desde luego en ese momento habría preferido no haberle hecho caso a su hermana en ningún momento.

La historia del MeanPlan que no te quisieron contarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora