Felicidad I

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Querida juventud;

qué me dices de las prisas, el sexo fugaz o el odio innato.

Qué me puedes explicar si, mientras tanto, empleamos media vida en perseguir un estúpido ideal como si de meta se tratase. Qué engañados nos tienen, felicidad, tú que siempre fuiste una ramera de placer momentáneo, de sucedáneos y de instantes encadenados, cómo nos hicieron pensar que te podríamos acariciar siquiera el renombre.

Las prisas, por eso de que tenemos los días contados pero ni puta idea de hacia dónde vamos, aunque repitamos, una y otra vez, hacia dónde o hacia quién no querríamos volver. Como si a estas alturas, y tras varios corazones de práctica, también hubiésemos aprendido a mentirnos a nosotros mismos.

El sexo exprés de una o, tal vez, varias noches, convenciéndonos, a media voz, de que siempre será mejor plan que el amor a fuego lento, cuando ni siquiera podemos engañar a nadie con esas vacías apariencias de arañar corazones con nuestra supuesta coraza de hielo.

A pesar de nuestras prisas y de lo que reducimos y coartamos al amor por aquellas cenizas que siguen llenando de polvo nuestra respiración, a pesar de todo, aún tenemos cabida para el maldito odio. Quizá no nos importa invertir tiempo en aquello que nos hace notar que aún seguimos permaneciendo vivos y con un objetivo que alcanzar.

Dorada felicidad...  nadie me lo dijo hasta que pude percatarme. Y es una puta pena,

pero ni Dios se salva del ojo de la tormenta.

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