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-Esto no puede ser -digo, pasándome las manos por el cabello y dejando caer la toalla que me cubría, al piso-. Lo estoy imaginando. De seguro estoy imaginando una idiotez.

Con mis latidos retumbando en la garganta, mis sienes a punto de explotar y mi respiración agitada, totalmente desnudo busco por cada rincón del dormitorio alguna pista. Remuevo las sábanas para ver si al menos encuentro una prenda suya; quizá se haya olvidado de sus pantalones o la camisa. Vuelvo a abrir cada cajón y compartimiento del mobiliario que decora la recámara. Me dirijo desde el marco del baño hasta el ventanal unas cinco o seis veces pero el resultado es el mismo; no hay nada. No hay prenda o accesorio que me pertenezca. No hay vestigio del hombre que amo, y al que me entregué en cuerpo y alma anoche. Sencillamente no hay rastro de que durante estos dos meses, fui yo quién habitó este cuarto.

-Él no sería capaz de hacerlo -pienso en voz alta, bloqueando la angustia que comienza a carcomerme por dentro-. Tal vez quiere que a partir de hoy, duerma en su habitación -lleno mis pulmones de oxígeno y con paso tembloroso me acerco a la pequeña butaca de asiento redondo y terciopelo color azul que llama poderosamente mi atención-. Emilio mudó mis cosas a su habitación mientras dormía -repito-. Es eso, sólo mudó mis cosas.

Exhalo lentamente como si mi pecho estuviera comprimido, aplastado por un enorme bloque de concreto y parándome delante de la banca una lágrima llena de rabia y dolor resbala por mi mejilla.

Al carajo mi suposición.

Perfectamente doblado encima del asiento, se encuentra mi atuendo del día. Ropa que en nada se asemeja a las camisas con estampados y shorts holgados que suelo usar. Un conjunto de un pantalón y camisa con mangas cortas, color gris, junto con ropa interior y un par de tenis, esta indumentaria se adecúa más a... Un viaje, que a una tarde de entre casa.

Sin embargo, no es el impacto visual de la ropa lo que me produce una terrible sensación de inquietud. Tampoco lo es el hecho de despertar y ver la recámara vacía y al hombre que se llevó mi virginidad lejos de ella. Definitivamente aunque eso duele y me pega un guantazo directo a la cara, lo que termina de golpearme a knock out, es la diminuta tarjeta que se ubica al lado de las prendas prolijamente dobladas. Una pequeña tarjeta blanca, con su letra inscrita en tinta negra.

Recojo la nota y pese a que tendría que mantenerme sereno, maduro como el Joaquín centrado que aparento ser, llorando en silencio me dirijo al borde de la cama y tomo asiento. Analizo a detalle cada letra plasmada en el papel, y lo detesto. Lo detesto porque a pesar de que era obvio que ocurriría en cualquier momento, ni la más cuerda y realista persona de este mundo habría imaginado que después de nuestra noche juntos, Emilio actuaría con tanta cobardía y hostilidad.

"Perdóname" Es lo único que dice la nota. Una sola palabra que revela demasiado, y que lastima enormidades. La decepción me consume rápidamente, y preso del impulso irracional, descargo mi frustración estrujando con fuerza el papel.

Fui víctima de una ilusión, de una esperanza, de un trato tan cariñoso como inolvidable y ahora me toca pagar las consecuencias.

Limpio mis lágrimas, sorbo por la nariz, y convirtiendo su miserable carta de disculpas en un bollo, lo lanzo al rincón más lejano de la alcoba.

Su "Perdóname" no implica cambio de habitación, tampoco dormir juntos a partir de hoy, y muchísimo menos significa una nueva oportunidad para empezar lo nuestro desde cero, sin miedos y sin murallas.
Emilio y yo sabemos a la perfección que esa simple y desgarradora palabra tiene otra connotación: la de una cruel despedida.

Y reconozco que la culpa ante esta amargura que me inunda es mía, porque yo fui quién lo persuadió de romper los límites que nos separaban a los dos. Yo me engañé a mí mismo diciendo que estaba listo para este momento; que estaba dispuesto a entregarme a él y luego afrontar la tormenta.

Al Mejor Postor || EmiliacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora