Sangre. Solo podía verse sangre. Cada vez más extendida por el suelo. Se acumulaba quedándose oscura y espesa. Quedaba encima de un desmedido caos.
Sobre el caos una figura surgía. Imponente.
Su pelo azabache, sus labios finos, su figura atlética y sus ojos oscuros. En conjunto estos podrían pertenecer a alguien corriente, del montón. Pero tratándose del doctor D. no eran, de ninguna manera, del montón.
Tan sólo viendo como su habitación había después de su espectáculo, de su masacre, se le podría calificar de neurótico.
Paredes que antes eran de una tonalidad clara, ahora enrojecidas.
Como sus manos, su piel desnuda (no podía permitirse mancharse la ropa, ¿dejar pruebas? JAMÁS) con todos los músculos perfectamente marcados, de no estar abierta en canal y con todos los órganos por fuera de ella, aquella mujer habría caído perfectamente a sus pies.
Posiblemente, eso fue lo que ocurrió. Cayó sobre su bragueta, y compró su sitio en la morgue.
Cómo a tantas otras mujeres, ahora le tocaba quedar triturada y aprisionada en una bolsa que luego sería quemada; su familia no la echará en falta.
Posiblemente también están muertos.
Seguía la rutina. Baño. Limpia de cualquier pequeña evidencia que podría haber quedado en la habitación. Encerrase en
el cuarto de baño, coger algo similar a lubricante, y sentir éxtasis de nuevo.Una semana después. Ya se encontraba desesperado, sacado de quicio; necesitaba otro cuerpo, otra víctima.
Quizás su secretaría con pechos indulgentes, o su hermana insoportable desde la niñez.
No. Debía de ser alguien que le provocase, alguien que le dieran ganas cerrar más a menudo la puerto del cuarto de baño. Alguien entrenada para hacer sentir. Sabía dónde ir. Sabía a quién pagar. Sabía a quién matar.
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El placer de asesinar.
Mystery / ThrillerOdio. Rabia. Poder. Placer. Asesinar y disfrutar. ¿Ridículo, cierto? Para el doctor D. no lo era, ni por asomo, es más, era un juego al que disfrutaba ganar. Y siempre ganaba. Pretérito.