Capítulo 9
Es una fea cafetería de la calle Trébol. El aire huele a cloro y unos muchachos con delantales sucios sirven a los pocos clientes que se aventuran a probar la comida. Las luces de neón golpean el cristal de la ventana bañándonos la piel de un tono azul enfermizo y dibujando letras invertidas en la mesa.
Dalia se lleva el cigarrillo a los labios, dudosa, como una niña a punto de tomar jarabe para la tos. Le tiemblan las manos, su cuerpo entero es como una ración de gelatina en la cuchara de un adicto. Su boca presiona cigarrillo con ansias, aspira, lanza una bocanada de humo y mira por la ventana para evitar verme a mí. Tal vez mis cicatrices la incomodan; quizá es su nariz, roja e hinchada, la que la hace sentir apenada o posiblemente es la forma en la que la veo. Y es que sé que no ha sido sincera conmigo y quiero que lo confiese.
Las manchas negras de maquillaje que tiene bajo los ojos indican que estuvo llorando de terror, pero eso ya pasó, no veo terror ahora. En su mirada hay largos hilos de lluvia que estallan contra la calle y los edificios en miles de millones de pequeñas chispas líquidas. Hay también un grupo de niños jugando a lanzar botellas en el canal, y más allá, al otro lado de la corriente de agua sucia, en el borde de sus negras pupilas, hay un vendedor ambulante que esquiva las olas que le tiran los autos y bajo la sombrilla de su puesto rodante sigue gritando: «Perritos bien calientes». Lo que veo ahora es el sosiego de quién engañó a la muerte, pero más que nada, en su mirada veo una dosis repugnante de secretos mal guardados.
—Oiga, esto ya es una porquería, pero no dejamos entrar pandilleros y ¡vaya!: usted no parece venir de un convento —me dice uno jóvenes meseros. Habla con la misma lentitud y desgano con la que se acerca a nuestra mesa y Dalia deja la ventana para mirarlo: espelirrojo, tiene la cara llena de acné y abre y cierra la boca masticando un chicle. Lo observo— ¡No me vea así, hermano! A mí me da igual, pero el gordo sudado de la barra me jode la paciencia cada vez que entra un tipo como usted. Es aquel, el que se está rascando el trasero.
El chico señala tras de sí y Dalia sonríe mientras le sale humo de las comisuras de la boca. El hombre que se rasca el trasero, es el gordo Bolaños. Es el dueño y cocinero del local, tan adicto a las mujerzuelas como al opio del Barrio Amarillo de Satania. Bolaños mueve pequeños cargamentos de alcohol usando la cafetería como tapadero y lo conozco hace demasiado tiempo para saber que no le importa que esté en su negocio sin camisa, siempre y cuando no mencione que puedo mandarlo a prisión si se tropieza conmigo en uno de esos días donde mi sentido del humor decide quedarse en casa.
Bolaños me mira con el ceño fruncido, se sorbe la nariz y grita:
—¡Todo bien, Fredy! —Se saca la mano de los pantalones y mirándose las uñas añade: —Mueve el culo y tómales la orden.
Fredy nos mira a ambos con expresión somnolienta. Algunos de los barros verdosos de su rostro relucen a punto de estallar.
—¿Les traigo algo? —pregunta cincelándose en la cara una sonrisa falsa.
Dalia se endereza en su asiento y se coloca el sombrero con un ánimo repentino que me hace pensar que no es la misma chica que estaba en bragas bajo la lluvia sacando fotos compulsivamente mientras sufría un ataque de pánico.
—Aquí no como ni drogada, chico, así que tráeme un café, pero no le pongas azúcar, tráeme un sobrecito y yo me encargo.
—¡Prensa!, que… elegante, no, la palabra que busco es interesante —El chico habla con la misma lentitud y falta de emoción que antes y volviendo a mí dice: —. ¿Y el señor vino a mirarme feo o se le antoja algo?
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SATANIA-Nido de Bestias
Mystery / ThrillerLa ciudad ha perdido su nombre y lo que queda en sus calles es el despojo de lo que una vez fue. Ahora la acción y el peligro son el pan de cada día. Ahora su nombre significa muerte y la muerte se pronuncia Satania. Descubre una historia llena...