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EMILIO

—¡Joaquín! —vuelvo a llamarlo, en un alarido.

Después de prácticamente dar las gracias; un desgarrador gracias, por la ayuda brindada, lo veo desaparecer por el corredor.

Cierro mis manos en puños, y con el dolor quemándome la garganta observo la pared que decora la habitación.

Soy un idiota, lo reconozco. Y aunque tendré que quedarme con las ganas de explicarle lo que realmente pasa, creo que es mejor así. Frustra, enoja, y decepciona, sin embargo es mejor; mucho mejor. La rabia, el recelo, y la ira son mejores aliados que la tristeza, la angustia y un corazón roto.

Tal vez debí prevenirlo anoche, antes de entrar al cuarto.

Seguramente debí ignorar su pedido de una tregua y decirle la verdad.
Indudablemente, debí darle la posibilidad de decidir si realmente quería entregarse a mí, aún sabiendo que a la mañana tomaría un vuelo directo a Roma. En definitiva, Joaquín debía decidir si ese acto de amor y pasión valía la pena consumarlo, o no; y no se lo permití.   

Esbozo una sonrisa llena de amargura y pienso que soy un estúpido, al engañarme a mí mismo. Convenciéndome permanentemente de saberlo todo, de tenerlo todo bajo control, de vivir con los pies sobre la Tierra, siendo que yo me dejé obnubilar por la felicidad, y me enceguecí con ilusiones. Yo quise hacerle el amor porque por dentro, mantenía la esperanza de tenerlo conmigo el tiempo que Joaquín deseara permanecer a mi lado.

He atravesado días abrumadores, tortuosos, efectivamente los peores y esa esperanza, fue la que me dio entereza para soportar una ola enorme, de problemas. He tenido que rendir cuentas de mis acciones, de mi rutina, de mi vida privada. Me he sometido a exámenes psicológicos y ante todo, tuve que lidiar con una acusación que marcó no sólo mi reputación, mi negocio y mi apellido, sino también mi integridad moral.

Toleré la humillación, la calumnia, el ser constantemente perseguido.

Así mismo, desde el episodio en que Joaquín tocó fondo y quiso quitarse la vida; la mía terminó de irse a la mierda.

Primero me imputaron, después me procesaron como presunto homicida, y ya cuándo vieron que la recuperación de la víctima iba en progreso, el posible homicidio se transformó en secuestro. Acusación que no pude negar, pues era la verdad.

Nadie conocía de las circunstancias en que lo traje a Arabia y a nadie le importó. El servicio policial se encargó de destruirme, de sacarme dinero, de destrozar mi imagen frente a una comunidad que se mueve a base de un intachable comportamiento moral, uno acorde a las normas saudíes.

La denuncia que hicieron los padres de Joaquín a autoridades de Interpol, en Roma, sumado a mi declaratoria y varias pruebas en mi contra, llevaron a los altos rangos de la policía y fiscales, a enviarme directo a juicio. Un juicio que me enviaría a la ruina y principalmente a deshonrar la memoria de mis padres.

No necesitaron demasiada información para ello. Alcanzó con escuchar de mi boca lo sucedido, y reunir pruebas contundentes, pero sumamente engañosas que me involucraron en la prostitución, el tráfico ilegal de personas y el contrabando, para dictaminar que de seis a diez años de prisión por privar de la libertad a un extranjero, y encima ser un factor determinante en el atentado contra su propia vida era lo lógico, lo justo, lo indeclinable.

¡De seis a diez años metido en una celda, por haber actuado por amor!

Soy consciente de que no resultó de la mejor manera, porque cometí errores. Errores groseros, que intenté remediar.
Al principio con ignorancia, brutalidad e impulsividad. Tres ítems que me llevaron a caminar por la cuerda floja; y es que si no hubiese sido por Eduardo, mi gran amigo, mi abogado, y un tipo de mente brillante, hoy estaría más que encarcelado y mi gitano... Quizá en Roma, viviendo de los excesos otra vez, o quién sabe en dónde.

Al Mejor Postor || EmiliacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora