Et parlon de vouseith (parte I) Una mañana diferente

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Me desperté con un escalofrío por todo el cuerpo. No sabía donde estaba. Confuso entre la penumbra, puse un pie en el suelo. Asustado, di el primer paso, cuando de repente una luz muy potente entró por alguna parte de la habitación. Con los ojos dolidos, parpadeé un rato hasta que al final me atreví a seguir caminando. De repente sonó el sonido de un portazo.

-Buenos días, cariño –dijo alguien con la voz de mamá. Me espanté y pegué un brinco. Efectivamente, era mi madre y me sonrió – ¿Qué tal has dormido en el salón?

-Mamá, ¿por qué me pegas estos sustos? –dije.

-No era mi intención. ¿Te preparo lo de siempre o te has despertado con ganas algo diferente?

Me reí con una carcajada irónica y le contesté:

-Menudas preguntas haces.

Cuando llegó me trajo una taza de chocolate caliente y dos panecillos que papá no había conseguido vender. Me senté en el patio a desayunar donde contemplé aquel precioso amanecer. Le di un trago a mi bebida y un muerdo a eso que la gente lo llama pan, pero debería llevar tanto tiempo hecho que más bien era una piedra. Los pajaritos canturreaban y el sol salía de las montañas que se veían de fondo, con la punta cubierta de nieve.

Me vestí con el uniforme de la escuela. Después caí en que hoy íbamos de visita al monasterio porque la señorita Hilda se había hecho monja y su antigua compañera de caleda, Berliana, se ha convertido en nuestra profesora. Una caleda es cada piso de los vidos, edificios en forma de zigurat que ofrecía el rey  para que se alojasen los más pobres.  Pero cuando empezó la república, los clausuraron hasta que hubiese un nuevo monarca. Entonces Hilda le cedió su profesión a Berliana, porque así ella se podría dedicar a Dios y tener un lugar donde vivir, y su amiga tendría trabajo, podría cambiar el sueldo a cambio de un techo en el colegio… Así que me cambié otra vez y me puse ropa que pudiese ensuciar.

Acerqué la cara al espejo y me limpié el bigotillo que dejó mi desayuno. Sonriendo, empecé a bailar una danza que aprendí en la boda de mis padres, que formaba parte de una pieza llamada Et parlon de vouseith, que en ésquino (nuestro idioma) significa “El mejor día de mi vida”. Sí, estaba muy convencido de que ese día sería el mejor de mi vida, pero por desgracia no fue así.

Quizás me precipité demasiado al pensar que podía ser el mejor día de mi vida, pero estaba dispuesto a que lo fuera con tal de estar feliz, de no aburrirme, de poder pasar un buen rato con mis amigos, de, de, ¡de poder ser libre por una vez! Estar en la escuela es y era lo más aburrido entonces, pero aun así era mejor que estarse en casa durmiendo todo el día o jugando a rebotar piedras en la charca de al lado. Sí, ese era el día.

Cogí una manzana de la despensa y salí de casa. De camino al colegio me encontré con la carroza que nos llevaba al monasterio, así que me subí.

Después de un viaje de unas dos horas durmiendo, por fin llegamos a nuestro destino. Luego caí en que hubiera sido mucho más corto yendo andando. Pensé en irme, estaba muy cansado. Pero sabía que estaría bien ir a ver a la señorita Hilda porque estaba enferma y lo mínimo que podía hacer por ella era ir a visitarla ya que dejó su vida por una amiga y los buenos actos deben ser recompensados…

Paso a paso, mientras iba estirando, me daba la sensación de que quizás esa era la última vez que la vería. Aun así no debería despedirme de ella, eso estaría mal visto a pesar de que me gustaría hacerlo. Entré en el lugar y llegué a una sala enormemente inmensa. Allí había monjas rezando, comiendo, hablando… En parte, es lo que me esperaba que hicieran, pero eso parecía más una hora del recreo que otra cosa. Subiendo unas escaleras, muy bien decoradas, estaban las habitaciones. En la habitación número 15 se encontraba nuestra antigua profesora, que nada más mirarla dañaba la vista.

-¡Oh, madre del amor hermoso, Berliana Senatta! ¡Será posible! –dijo. – ¿quién te ha mandado venir?

-¿¡Antheopola Hilda, usted sabe como está!? Jamás le había visto así.

-Por el amor de Dios, y encima con los niños… ¡Qué alegría me acaban de dar!

Las maestras no paraban de hablar entre ellas de usted a usted, hasta que al final se callaron, una se acercó a la otra y sigilosamente, se dijeron algo a la oreja muy, pero que muy largo. Parecían posesas, auténticas posesas. Cuando acabaron, todo el alumnado menos yo salió de allí, incluida Berliana.

-Ánimo, Nanic, ¿por qué no sales? –dijo Hilda. Su aspecto asustaba y daban ganas de huir nada más fijándose en todo lo que se podía observar. Realmente era algo incómodo.

-Señorita, yo… Quería demostrarle que valoro mucho su esfuerzo, todo lo que hizo para que su compañera tuviera un lugar para residir y encima, usted ha enfermado. Con estas condiciones de vida no se puede estar. –respondí con ánimo y esperando a una contestación, que simplemente con una sonrisa ya lo dijo todo. -¿qué puedo hacer para ayudarle?

-Si quieres, puedes ir a mi sala y traerme las medicinas que hay encima de la mesa. Sobretodo no se te ocurra tocar nada más que eso.

-¿Tiene una sala entera solo para usted?

-Sí, bajando todo lo que puedas las escaleras, incluso más allá de lo que se ve. Si entras en la iglesia y buscas bien, en el segundo banco de la fila de la izquierda encontrarás una especie de ranura con una manivela. Si giras unas 15 veces se abrirá el suelo y aparecerán unas escaleras que llevan a mi sala. Ya sabes, confío en ti.

Siempre he sido el favorito de escuela: buenas notas, comportamiento adecuado… Vamos, todo una santo, a pesar de lo liante que puedo llegar a ser. Sí, soy un liante travieso. Supongo que será por alguna especie de superdotación.

Tal y como me indicó Hilda, llegué a la sala. Por lo que me encontré de camino (no muy agradable) había más señales de que fuera un convento que un monasterio. Quizá lo cambiaron porque las monjas no estarían de acuerdo en las reglas. El caso es que nada más entrar se podía notar que era un espacio muy cerrado. Cantidades de estanterías iguales ocupaban casi toda la sala. Eran, aproximadamente, de un metro cincuenta, marrones, lisas y de 5 estantes. Ocupaban toda la pared de ancho, formando una especie rectángulo con espacio para la puerta y una mesa con un cuaderno abierto y medicinas en medio. Estaban completamente repletas de libros, con lo cual la srta. era muy culta.

Hice a un lado las medicinas y hojeé un poco el cuaderno. ¡Allí había cosas magníficas, descubrimientos que ni los filósofos más prestigiosos hubiesen descubierto! Pero los problemas llegaron cuando leí una cosa que jamás debería haber visto “Et parlon de vouseith ta ondè fraschy men fons sua Neya maikoha”. Efectivamente, allí ponía “El mejor día de mi vida será cuando demuestre que la Tierra es redonda”. ¿Sería una coincidencia? ¿O tendría algo que ver mi baile de esta mañana con lo que había escrito?

Me congelé. Lo único que pude hacer fue pensar en que eso no debería decírselo a nadie, ni si quiera comentárselo a Hilda. De repente, oí el sonido de un paso y asustado, no atreví a girarme. Me pusieron un cuchillo en el cuello y un pañuelo en la boca y la nariz.

-Te dije que no tocaras nada más que las medicinas.

Nenúfares muertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora