Mi hermana y yo tenemos dos años de diferencia. Mi madre hubiera querido que fuésemos mellizos porque ella tuvo un hermano unos minutos mayor, pero se murió en un accidente en la cueva que está pasando el río Pilón. Insiste en que fue un accidente -una piedra que le haya pegado en la cabeza o el piquete de un insecto- pero a sus 5 años de edad en realidad nunca lo tuvo en claro.
Si acaso atinaría a pensar que la tarde en que lo estaban buscando, alguien entró con una linterna ya los pocos metros encontró ahí al pequeño, bocabajo, como si durmiera. Lo tocó del hombro para removerlo y esperar a ver si no salía un ciempiés o un alacrán bajo el cuerpo, pero no.
Simplemente estaba ahí, tirado. Con su ropa intacta.
El resto del pueblo se la pasaba en la orilla del río removiendo la hierba o caminando a lo largo del trayecto del agua. NI siquiera estaba fuerte la corriente. No hubiera sido arrastrado. Mi madre permaneció sentada sobre un mantel a manera de pic nic comiendo nueces y mandarinas. En algún momento le dijeron que encontraron a su hermano, pero que estaba dormido y ya no podrían despertarlo.
Ella no sintió ningún tipo de dolor ni pesar. Significaba que tendrían que poner a su hermano en una cama con tapa y dejarlo en un lugar donde descansaría mejor, y que dejaría de verlo y ya.
A raíz de eso ya no volverían a pasear en ese lado del río. Había zonas con menos zacate pero con mejor manera de no perder a los niños de vista. Alguna vez un novio de la secundaria le dijo que fueron a la vieja cueva, pero ella percibía que acercarse a ese lugar no era prudente. Por supuesto que ese novio terminó embarazando a una muchacha de la escuela y tuvieron que irse a vivir fuera.
Ahora mi madre sabe que Cristina, mi hermana menor, tenía una amiga en el vecindario. Elisa era de su misma edad, y vivía sola con su abuela, pensionada como enfermera del centro médico de la unión de campesinos citrícolas. Una anciana tranquila, demasiado aburrida para su nieta, que necesita convivir con niños de su edad para salir a correr o pescar chapulines en el monte al final de nuestra calle.
Las cosas cambiaron la tarde en que Elisa llegó llorando a nuestra casa, diciendo que su abuela se había vuelto loca. Estábamos merendando un chocolate hecho de barra que nos hemos traído desde Monterrey y nos relamimos los bigotes sin entender lo que nos intentaba decir.
Mi papá fue a buscar a la anciana a su casa. La encontró engarruñada bajo la mesa de la cocina sujetándose de las patas del mueble.
-¡Esa no era mi sombra! -dijo la mujer apenas vio a mi padre.
Él no supo que decir. La última vez que hablamos de eso, hace como unos veinte años, me dijo los mismo que las veces anteriores: Que no vio nada. Era un día soleado y entraba mucha luz por las ventanas.
-No pasa nada -le dijo él.
Pero no la pudo sacar de bajo la mesa hasta que ya casi de noche llegó una ambulancia del centro médico que esta misma mujer había fundado cuarenta años atrás. La sacaron en una camilla y ya medio adormecida no dejaba de murmurarle cosas a mi padre. Él sólo asintió, y los siguientes dos meses Cristina se quedó en nuestra casa. No parecía extrañar a su abuela.
Una mañana se apareció en la escuela una señora que dijo ser su tía y mandó llamar al sacerdote para que rociara agua bendita en todos los rincones, sobre todo en la cocina. En el par de días que eso tardara, ella se quedó en un hotel Cristina seguía durmiendo con mi hermana en su habitación.
Un día antes de que Cristina se regresara a su casa, su tía llegó con pizzas para cenar con nosotros. Ya estábamos a punto de terminar cuando nos dijo que iba a contarnos la verdadera historia de la abuela y la sombra que la atacó en la cocina esa tarde.
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La casa sin sol
HorrorParece simple mala suerte familiar, pero es mucho más. Esta es la historia de cómo una familia comenzó a perder el sentido de la realidad al ocupar una casa donde fueron maldecidos por un pueblo que los eligió en sacrificio para mantener el orden...