2. El dragón no come sancocho

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La rutina del funcionario tiene su máxima expresión en la carrera de Ignacio Marrero. Cada lunes, a las cinco de la tarde, entra en el Ministerio del Tiempo y se dirige directamente a su destino mientras muchos están de vuelta a casa.

Cada lunes, a las cinco y cinco, abre la puerta oculta tras unas cortinas en su despacho como jefe de mantenimiento sustituto del aeródromo de Gando, en Gran Canarias. El lunes es un día tranquilo, a fuerza de repetirse, y hasta le permite relajarse un poco con la rutina de presentarse el resto del personal. Al principio temía que le pillaran en algún renuncio, pero aprendió que, como superior, no tenía que dar explicaciones: estaba ahí para suplir al jefe de mantenimiento habitual que estaría de baja por asuntos familiares durante esa semana. Punto pelota y a trabajar. Tampoco es que fuera falso del todo, tampoco era cosa suya, en el Ministerio ya se habían ocupado de ello. Bastante tenía con repetir, semana tras semana, la misma pantomima. Las primeas hasta se empecinaba en acomodar el piso donde pasaría los días más a su gusto, pero finalmente desistió.

El martes está más alerta, atento a cualquier posible variación que, por insignificante que sea podría hacer saltar todas las alarmas, cosa que nunca había sucedido, hasta que a partir de las 14:40 respira más tranquilo.

El miércoles también se permite cierto relajo.

El jueves no quita oído de la radio aun conociendo la hora en la que el boletín informativo anuncia la fatal noticia que le permite respirar de nuevo.

El viernes es el día más intenso y sobre todo más largo, muchas cosas pueden salir mal no sólo en el aeropuerto, sino también en el funeral de Balmes y luego en la larga madrugada que daría paso a un sábado crucial donde ni viendo al Dragón en el aire estaría todo asegurado. Pero ya no estaría en su mano hacer nada más.

Cuando el avión sale de su zona de control Marrero suspira y recoge su despacho antes de volver al Ministerio del Tiempo a disfrutar de un fin de semana donde la incertidumbre apenas tendrá 48 horas para hacerle disfrutar de lo inesperado hasta que, de nuevo, el lunes, a las cinco de la tarde, Ignacio Marrero entra en el Ministerio del Tiempo y se dirige directamente a su destino: la puerta en bucle que le hace vivir una y otra vez los acontecimientos vitales para la Historia de España que acontecieron la semana del 13 a 18 de julio de 1936.

Una y otra vez, fuera verano o invierno en Madrid cuando regresara el sábado, Marrero se asegura de que nada cambie en esa delicada semana en la que Franco voló a hacerse cargo de las tropas africanas que serían clave en la Guerra Civil. Verificando unos hechos que conoce de memoria a fuerza de repetirlos, desde los realmente críticos por los que está de guardia en el aeródromo, hasta los triviales como cuándo llegará un mecánico a quejarse de las horas extra que echa, que el antiguo jefe prometió más personal pero nada; o de las personas que se cruzará y qué dirán exactamente en su camino al piso que le ha puesto el Ministerio; lo que escuchará por la radio una y otra vez, semana tras semana, donde la única variedad que se permite es la de la lectura en la cama ya que, espera, eso no puede alterar el terrible futuro que custodia. Ignacio ha dejado de pensar en eso. Sabe cuál es su misión y comprende la gravedad de que no se lleve a cabo, salvar miles de vidas está en su mano, sí. Pero también condenar a miles de otras a no existir directamente. Como le dijo Salvador en su día, «el tiempo es el que es».

Le hizo gracia un domingo por la tarde cuando vio por la tele, en su tiempo, la película esa del día de la marmota. Si ellos supieran. Pero nadie podía saber. Ese era el otro precio de esta condena sisífica que había aceptado. Y lo hacía de buen grado, tal y como estaba el mundo ahí "delante", con tanto cambio tan acelerado, casi agradecía tener la seguridad de que su día a día entre semana iba a estar controlado.

Hasta ese martes, aquél enésimo martes donde nada cambió hasta que dieron las 14 horas y no había noticias del Dragon Rapide, ni mucho menos aterrizó a las 14:40. Había sucedido. Suspiró e intentó calmarse antes de llamar a Cabo Yubi. No había ningún agente del Ministerio en el Sáhara Español en esas fechas, la única puerta conocida para llegar a esa semana era la suya, que además estaba en bucle, y cuando habían encontrado alguna otra o se aproximaba peligrosamente a ese momento histórico el Ministerio la destruía en secreto. Había mucho en juego. Tenía orden expresa de informar antes de hacer nada. Intentar llegar a Cabo Yubi desde el aeródromo canario, por ejemplo, supondría una alteración del tiempo con unas consecuencias posibles que no estaban dispuestos a poner a prueba. Aun así llamó para ver si podría enterarse de algo más, ya se inventaría alguna excusa sobre la marcha. Estuvo rápido, preguntó si algún vuelo podría llevarle una serie de pistones. Averiguó que no saldría ningún avión ese día, habían saqueado los depósitos de queroseno y no habría más vuelos hasta el día siguiente, que si podía esperar. Marrero dijo que le corría cierta prisa que cual creía que sería el primer vuelo disponible y obtuvo la pista que quería, había un avión inglés empecinado en remover cielo y tierra para encontrar combustible y salir cuanto antes. Ignacio se quejó de los ingleses para ganarse a su colega, pero le pidió que le llamara a cualquier hora si el avión salía con las piezas, cosa que el otro aseguró que haría. Marrero colgó. No le quedó duda, ese debía ser el dragón. Vale, la llamada al Ministerio no iba a ser tan desastrosa. Cerró la puerta del despacho con llave y sacó el móvil con intención de llamar. Eran las 14:55. El teléfono daba toque tras toque sin ser atendido. ¿Estarían de sobremesa tan tranquilos en Madrid? Por fin descolgaron. Ignacio no esperó saludo alguno.

–El dragón no come sancocho.

–Entiendo, gracias, no se mueva de ahí.

Era Salvador Martí, había entendido. Ya se había puesto todo en marcha. Ignacio se dio un minuto para relajarse y notó el hambre. Llamó al bar del aeródromo, a ver si Domi podía traerle un bocadillo y una cerveza, sí, tenía mucho jaleo y no saldría a comer de la oficina. Al instante se arrepintió de haber tenido la línea ocupada por si llamaban los de Yubi. No, en tan poco tiempo no habrían podido avisar. Como fuera sólo le quedaba esperar. De momento era sólo un retraso, el avión debería pasar varios días en el aeródromo antes de partir, pero este inconveniente no presagiaba nada bueno, imaginó a Salvador haciendo cálculos mentales antes de decidirse. Había hecho bien en informarse sin levantar sospecha antes de llamar al Ministerio, así tendría algo que ofrecerles cuando llegaran. Diez minutos más tarde apareció Domingo con el bocadillo y un par de cervezas.

–¿Mucho jaleo jefe?

–Ni te imaginas, gracias, ¿qué te debo?

–Ah, luego cuando te marches me traes los cascos, te tomas otra tranquilamente y me pagas.

–No sé si tendré luego tiempo de bajar.

–Relaja, jefe, que son cuatro días y hay que disfrutarlos.

Ignacio sonrió.

Tiempo de alzamientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora