4. El plan del asesino

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Garayo cogió la botella de detrás de la barra y se puso otro anís directamente, sin esperar al camarero que había cometido la imprudencia de dejarla a su alcance. En un par de días estaría todo resuelto. Se cargaría al general ése, no llegaría ni a entrar en la guerra mucho menos a ganarla, los republicanos permitirían el regreso del arquitecto ochenta años antes y todo gracias a él. Bueno a él y al listillo ese, que en realidad es el que tuvo la idea de convencer al ministro de la república. Pena de guerra civil que lo echaría todo a perder. Pero muerto el perro se acabó la rabia. Y el perro era ese Franco ¿no? Pues listo. Y muerto el listillo se acabaron las complicaciones. Una vez entendió bien el plan acabó con él. No se fiaba. Demasiadas risitas mientras fabulaba el plan, demasiados «¿me entiendes Juan». Estaba claro que se creía mejor que él. Pues mira, sí que entendía, al menos lo esencial. Y por si acaso tomó algunas notas, que revisaba cuando el niñato volvía a contar lo que había que hacer repitiéndole las cosas como si fuera un crío «¿me entiendes Juan?» Y Juan a veces hasta le reía las gracias, otras decía que no lo veía para que se confiara y repitiese su canción. Ahora que se lo repita al demonio por toda la eternidad a ver si lo entiende.

El morillo le hacía señas desde la puerta. Ni loco iba a salir ahora con el calor que hacía en la calle. Tampoco es que en el bar hubiera dejado de sudar, pero al menos había sombra y los ventiladores del techo movían algo de aire. Le indicó con la mano que entrara, pero el chico se negó.

–¡Mojama, pasa coño!

Joder, si hasta el morillo sería capaz de entenderlo. Sólo había que picar al ministro de turno y luego evitar una guerra. Sencillo. Y no sería por tiempo. Lo único malo de cargarse a aquél resabiado era que tenía que encontrar a alguien que se encargara del ministro. Lo había hecho él mismo pero se conocía, sabía que le faltaba sutileza y con un político iba a tener que aplicarse y contenerse para no partirle la cara. Por suerte en esta panda de cabrones en al que se había enrolado no iba a ser difícil encontrar alguien que se encargara del asunto con discreción.

El morillo terminó entrando. Se acercó a él mirando al suelo. Se detuvo a un par de paso. Dijo que el camión ya estaba listo, que le esperaba fuera, en el callejón de la derecha según se salía. Garayo levantó la cabeza y el chico se marchó.

Lo bueno de que le tomen a uno por un bruto es que hay quien acaba rebelando más de lo que espera jugando a creerse más listo que nadie, y si además de listillo se es un cobarde que intenta que otros le hagan el trabajo sucio dejas en herencia algún que otro contacto, como el del hombre que Garayo necesitaba, al que en realidad no llegó a conocer en persona hasta mucho después. Unas cartas fueron suficientes. El tipo entró al trapo tanto de la misión como del secreto que implicaba. Lo del avión fue idea suya: ganarse la confianza de los ingleses salvándoles el culo con el queroseno a última hora. La gracia estaba en que era el mismo queroseno que los morillos habían robado para Garayo del mismo aeropuerto. La condición, claro está, sería la de llevarle y traerle de vuelta con ellos. Sí, el tipo había tenido una buena idea, y se la había presentado con respeto. Tal vez no tuviera que matarlo cuando todo esto acabara.

Se echó otro anís y dejó unas monedas sobre la barra. No había necesidad de alargarlo más. Tampoco de levantar sospecha alguna, aunque ¿qué más daría que el avión llegara unas horas antes o después? Tenía ganas de ponerse en marcha, quién sabe, quizás en Canarias hiciera menos calor.

Tiempo de alzamientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora