Viernes: Hospital 12 de Octubre

49 2 0
                                    

El Hospital 12 de Octubre seguía siendo tan gris como lo recordaba. Tampoco había pasado demasiado tiempo desde que había estado en él, apenas medio año, pero por alguna razón, siempre que tomaba la línea tres de metro en aquella dirección, confiaba en que hubiera cambiado algo. La impresión que daba era más de una cárcel que de un hospital, al menos a  ojos de Raúl. 

Se detuvo en el semáforo de la rotonda y alzó la mirada ante la enorme mole de ladrillo con ventanas dispuestas de tal modo que lo único que podía verse desde el interior, desde cualquiera de aquellas habitaciones, era parte del hospital. Tal vez las ventanas de los pisos superiores pudieran vislumbrar algo más allá, aunque con toda seguridad solo se vería la gris nube de polvo y humo que cubría los tejados de la urbe, aquella que impedía ver las estrellas por las noches, aquella que hacía que el cielo nocturno tuviera siempre una tonalidad extraña, como de bruma anaranjada apenas transparente, en lugar de oscuridad.

El pensamiento le sorprendió. Nunca había tenido especial problema con el cielo madrileño. De hecho, nunca se había fijado en él. La única vez que había salido de la capital había sido en su viaje de novios, y no había sentido interés alguno por los cielos del país caribeño. En el momento en que el recuerdo llegó a él, se dio cuenta de que no había tampoco salido de las instalaciones del hotel en los diez días que estuvo allí y por primera vez desde que había tenido lugar el viaje, se dio cuenta de que había sido una pérdida de tiempo, un desperdicio de dinero, un absurdo en la expresión completa del término.

El semáforo cambió la luz del rojo al verde, aunque tuvo que ser el molesto pitido que acompañaba el cambio el que hizo que el hombre reaccionara. Cruzó con incomodidad, intentando dejar aquel sonido tras de sí, aquel sonido que se suponía era una señal para los ciegos pero que a oídos de Raúl parecía ser nada más que el grito de quienes lo pusieron, unas palabras que parecían decir «cruzad de una puta vez, muertos de hambre, hacéis perder el tiempo a los ciudadanos que de verdad importan, a los que pueden permitirse coger el coche para ir de la puerta de casa a la panadería cada día». 

Casi como una confirmación de sus pensamientos, el semáforo volvió a ponerse en rojo antes de que le hubiera dado tiempo a cruzar el doble carril, y a punto estuvo de ser atropellado por una ambulancia con las luces apagadas que regresaba al hospital. Sacudió la cabeza con resignación y fijó la mirada, como siempre hacía, en el inmenso letrero que coronaba el edificio con las palabras «Hospital 12 de Octubre» junto con una cruz blanca con sombras azules del Insalud. Siempre le había parecido una especie de espejo macabro y oscuro del letrero de Hollywood, aunque siempre tuvo la impresión de que creía aquello nada más que porque igual que el letrero californiano era un reclamo para muchos soñadores aspirantes a destacar en el mundo del cine, el letrero del hospital era un reclamo para él, que siempre quiso dedicar su vida a las actividades que se escondían tras sus muros.

Estoy retrasando el momento de entrar, se recriminó. Tomó aire para darse ánimos Solo es un momento. Cuanto antes lo hagas, antes saldrás... 

Siempre ocurría lo mismo, cada vez con más frecuencia, y cada vez intentaba pasar el menor tiempo posible en el hospital. No podía negarse a sí mismo la evidencia de que cuanto más tiempo pasara en su interior, mayor era el desengaño que sufría con la profesión médica.  Se daba cuenta de que intentaban ocultar la enfermedad, al vejez y el sufrimiento, apartarlo del día a día. No podía evitar pensar en los centros de salud como en una manera de enclaustrar a aquellos cuya presencia pudiera ofender a los ciudadanos sanos.  

Sus pensamientos daban vueltas alrededor de la idea de la sociedad de consumo, de la juventud eterna, en que la perspectiva de enfermar, tener demencias, envejecer y morir parecía ser una especie de martillo que golpeaba la burbuja de idealización en que todos vivían, anulada su capacidad de ver más allá de lo inmediato, del momento presente en que estaban inmersos, de los resultados al alcance de la mano. Un martillazo que abría una pequeña ventana a la mortalidad, a lo insignificante y absurdo de la acumulación de bienes, del cuidado del cuerpo, de la belleza eterna. Un martillazo que podría hacer que la gente pensara más y gastara menos.

Tiempos de FronteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora