6. Llegadas

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El avión aterrizó si más problemas aparte de las casi ocho horas de retraso y el pasajero adicional. Juan Garayo bajó el último sin dejar de mirar a un lado y a otro, tenso, como si esperara caer en una trampa de forma inminente. No vio nada demasiado sospechoso. A esas horas apenas había un par de tipos de mantenimiento que llegaron al avión y se pusieron a hablar con el piloto, algo de unas piezas.

Al salir de aeródromo se dio cuenta de que no tenía forma de llegar a la ciudad. Por suerte sus nuevos amigos no se habían olvidado de él y tenían un sitio en uno de los coches que les estaban esperando. Bien, abusaría un poco más de su hospitalidad británica, aunque a más los oía hablar más ganas le entraban de retorcerles el pescuezo.

Le dejaron en un hotelito discreto. Juan se dispuso a bajar, no sin antes recordarles que su trato incluía el viaje de vuelta. Los ingleses no pudieron evitar que se les encogiera la cara en un gesto de desagrado que disimularon antes de asentir. Garayo se despidió hasta el sábado. Y no entró hasta que dejó de oír el motor de los coches y se aseguró de que no había nadie en la calle que lo estuviera vigilando. El plan estaba resultando hasta aburrido de tan fácil. Ahora a esperar. Tenía cuatro días para esparcirse un poco. Entró. En la recepción le esperaba un sobre, de parte del tipo de negro. Contenía no poco dinero. Para imprevistos, decía en una nota. Así que también estaba aquí. Bien, no le caía mal del todo aquel tipo, a pesar de que la primera vez que se vieron tuvieron un encuentro algo brusco. Tenía buenas ideas, eso estaba claro, y se había tomado a bien la especie de mote que le había puesto Juan: "el de negro", tanto que hasta había firmado así la nota. Garayo se metió el dinero en el bolsillo, tiró el sobre y le preguntó al recepcionista dónde podría encontrar algún burdel decente.

Tiempo de alzamientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora