Viernes: Underground

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-- Si no sabes, pregunta.

-- Eso es lo que hice, lumbreras. ¿Qué me respondes?

-- A mí no, joder. A alguien que sepa.

Se hizo el silencio. Un silencio denso, capaz de hacer que Raúl, que hasta ese momento no tenía claro si estaba hablando con los párpados cerrados o había comenzado a soñar, abriera los ojos de golpe. Estaba soñando. 

¿Seguro que estoy soñando?, se planteó con cierta sorpresa al mirar a su alrededor.

Era la habitación en la que había dormido cuando vivía en casa de su padres. Un hueco frío y oscuro con una ventana con las persianas bajadas buscando oscuridad dando a un patio interior cubierta de cortinas blancas sobre un escritorio vacío desde hacía muchos años con una silla de madera en la que había dejado la chaqueta antes de tirarse en una de las dos camas individuales, cubiertas con aquellos edredones con olor a neftalina. No tenía hermanos, pero había dos camas, siempre las había habido aunque nunca entendió del todo por qué. Sus padres decían que en previsión de futuras visitas, pero Raúl nunca las había tenido. Había sido el raro, el empollón. No había tenido demasiados amigos en la época en que aquella cama podía haber sido usada con la función que le pretendían sus padres. Y sin embargo allí seguía, casi bloqueando la puerta del armario ropero, tan vacía como había estado siempre salvo por Geror, que estaba enfundado en unos ropajes de piel sencillos, nada parecidos a los brillantes colores que le había visto, con botas de piel aún con pelo, y el cabello recogido en una trenza.

Raúl parpadeó. No podía hacer otra cosa, no podía moverse. Sentía que el cuerpo había dejado de responder a su mandato, e incluso el parpadeo no sabía si se llevaba a efecto o solo imaginaba que lo hacía. Estoy soñando, se obligó a pensar. Por alguna razón, el sueño esta vez es en la habitación donde dormía de crío.

El Geror sentado en la cama al otro lado de la mesita de noche, pudo notar Raúl con alarma, le observaba con fijeza. Tenía aquellos ojos de musgo muy abiertos, la boca paralizada en un rictus sorprendido. Tras él se veía el espejo del armario, que devolvía una expresión idéntica a la del ser en el rostro del hombre. No hubiera sabido decir cuánto tiempo pasó, aunque se le hizo eterno, hasta que Geror comenzó a moverse muy despacio en su dirección, inclinándose hacia él, hasta quedar tan cerca del hombre que su nariz tocó la suya. Seguía sin poder moverse cuando vio la larga mano del ser frente a sus ojos, a la manera en que los médicos testan la capacidad de reacción y la vista de un paciente, y Raúl, como por instinto, seguía sus movimientos, incapaz de moverse, de pensar, de nada.

-- ¿Puedes verme? 

La voz sonó física. Física, en la habitación, cerca de su rostro. Igual que Geror. De algún modo que tampoco hubiera sabido explicar, Raúl se supo despierto de repente. 

--¡Joder! 

Fue lo único que su garganta fue capaz de articular al tiempo que su cuerpo, al fin, respondía para incorporarse de un salto, salir de la cama y quedar de pie en mitad de la habitación a oscuras. La incapacidad para moverse dio paso a un terror frío que se mezclaba con una curiosidad mórbida por lo que estaba teniendo lugar.

-- ¿Qué coño...?-- No le dio tiempo a terminar la pregunta. Geror ya no estaba allí. 

Se revolvió sobre sí mismo, buscando con la mirada al ser que acababa de ver. La poca curiosidad que había sentido se desvaneció en favor del miedo, y casi sin darse cuenta caminó hacia atrás, su pensamiento embotado por lo imposible que acababa de presenciar, hasta golpear la espalda contra la pared en un acto reflejo para evitar un posible peligro invisible.  Cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza antes de romper a reír con una risa nerviosa ante su propia reacción, tan infantil, tan inmadura «si cierro los ojos, no pasa nada, si no le hago caso, se irá». Se forzó a sí mismo a inspirar de manera profunda, a centrar toda su atención en el modo en que el aire entraba por su nariz y bajaba a través de la tráquea hasta los alveolos, hinchaba los pulmones.

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