Tras la hojarasca

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Soy hija de los bosques salobres, donde cada hoja que cae, instantáneamente se deshace en nutrientes para los innumerables seres que los habitan, donde hay árboles vivíparos cuyos embriones caen de sus ramas y echan raíz apenas tocan el suelo. Dicen que mi madre fue la Tizihua, un antiguo espíritu que mora en los manglares de la costa chiapaneca, y mi padre quizá fue el mar de fondo que un día, embistiendo ferozmente el litoral, atravesó la bocabarra del Cahoacán y se impacto en el pecho de mi madre a mitad del estero. Crecí de afuera hacia adentro: del sol, el mar, la tierra, las plantas y los animales hacia mi corazón de sal; los árboles me amamantaron y los animales me criaron entre el arrullo de su canto multicolor y la tenacidad sin misericordia de su continuo sobrevivir. He muerto muchas veces para volver a nacer y sorprenderme con la diversidad de formas, maneras y circunstancias con que la vida se abre paso entre lo improbable y lo imposible. Mi ser está lleno de cicatrices que a pesar de ser nuevas y diferentes cada vez, no parecen alterar el paisaje de eternidad absoluta que, por bello, es mi condena. Tras la hojarasca de los bosques de manglar, yace mi ser cada vez mas mínimo, intangible, insospechado, con la vitalidad del calor y la fuerza moribunda de una ola.

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