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Marc Norton fue el único de la camada de niños que se mantuvo contaste en el caótico mundo escolar y personal de Agustín Hessler. Compartían clases conforme su educación avanzaba, pero eso no significaba que la amistad se incrementara.

Agustín seguía resintió el vacío que había dejado su madre y, quisiera o no, acabó culpando a Eloísa Marzak de lo sucedido. Marc era el único que conocía el secreto comportamiento de Agustín y las emociones que se escondían detrás de la indiferencia, insultos y miradas furibundas que le dedicaba a Eloísa cada ocasión que el movimiento de rotación del mundo los obligaba a cruzarse.

— ¿Podría ir a tu casa para terminar el ejercicio? —Le cuestionó Marc, quien no era el estudiante más prodigioso de la región, pero que tenía otros recursos para aprobar.

— Como quieras —respondió Agustín porque si Marc se aparecía en su casa no alteraba nada ni a nadie.

Habían pasado seis meses desde la muerte de su madre y Agustín todavía no se acostumbraba al vacío que había en su hogar cuando él regresaba de la escuela.

Su padre había establecido una rutina poco ortodoxa, pero que ambos tenían que seguir.

Agustín siempre tenía que permanecer en la casa durante la noche. Aunque Sean Hessler intentó cambiar su turno en el trabajo, no consiguió más que un ligero movimiento en su horario. Así que Agustín se quedaba a solas en la jornada laboral de su padre y por las mañanas solo saludaba y despedida antes de marchar a la escuela. Cuando regresaba, almorzaban juntos y después su padre se preparaba para el trabajo.

Para Agustín llenar aquellos espacios de tiempo vacío era una tarea complicada y dolorosa. Estaba tan desesperado que incluso pensó en hablar con Eloya.

Ella seguía colocando un cartelón diferente en su ventana para saludarlo, pero Agustín ignoraba las tácticas de las que su molesta vecina se había valido para tratar de comunicarse con él. También lo saludaba cada ocasión que podía y Agustín pagaba su sonrisa alegre con indiferencia.

— Espero que hayas tenido un buen día, Gusy —le decía cuando tenía la oportunidad.

— Ese peinado te sentaría bien, si tuvieras seis años y no dieciséis —mencionó Agustín Hessler para hacerla sentir mal.

— Cuando tenía ocho me dijiste que siempre me sentaría bien —argumentó la muchacha y Agustín se enfureció porque no tenía manera de refutar las palabras de su versión infantil—. ¿Por qué dejaste de ser mi amigo, Gusy?

— Porque eres ridícula —le dijo y la mirada cabizbaja que ella le ofreció le hizo saber que había cumplido su cometido.

La advertencia de su padre fue bastante clara y Agustín no tenía la intención de hacerlo sentir mal al relacionarse con la hija de quien les había arrebató a su madre. Además, Eloísa siempre fue una molestia y ya era momento de tratarla como se trata a las plagas: erradicándola.

No obstante, todo habría sido más sencillo con la sabiduría materna que antes atesoraba, desde las tareas escolares, los sentimientos no comprendidos y las dudas que la preadolescencia le trajeron.

Al combate contra la mezcolanza que sentía se unió Marc Norton, quien comenzó a visitarlo por las tardes y, aunque lo hacía para que Agustín le ayudara con la tarea, era una ayuda para su estabilidad emocional.

— Si quieres, puedo pagarte por tu apoyo —le diría más tarde, cuando tenían quince años y muchas materias complicadas.

Marc Norton no era el mejor amigo que Agustín Hessler pudiera tener, pero era un socio apto para los instantes agobiantes que lo inquietaban fortuitamente.

Además, la amistad no servía de mucho. Sólo era un contrato temporal que terminaría y los factores que influyen suelen tener una relación intrínseca con quienes son partícipes del contrato de amistad.

Eloísa fue su amiga, pero en lugar de alegrías le trajo sin sabores y Marc al menos le daba dinero. Tal vez los niños no necesitaban dinero, pero él lo necesitaría pronto, pues había algo que quería cumplir y era poner gran distancia entre la chiquilla hostigosa que vivía al lado de él.

La escuela lo distraía, Marc le daba dinero y la soledad era un suplicio cada vez más soportable. Tanto que Agustín Hessler soñaba con cruzar el océano y vivir en un lugar correcto para él.  

El lado equivocado del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora