Cannas

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Proximidades de Cannas, Apulia, península Itálica, 12 de agosto de 216 a.C.

El centurión Marco Fabricio Tauro se hallaba contemplando el amanecer de las colinas de la Apulia cuando sonó el toque de trompeta que indicaba la hora de despertarse. Él se había levantado mucho antes, ya que no podía dormir debido a los nervios por la inminente batalla. "Será mejor que despierte a los muchachos que no hayan oído la trompeta" -pensó. Era un hombre de imponente estatura, corpulento, de cabello negro, ojos verdes y una nariz demasiado grande.

-¡Arriba holgazanes! ¡El ejército de Aníbal no se va a vencer solo! -fue gritando contubernium por contubernium. Los legionarios de su manípulo, entre protestas y maldiciones, fueron despertándose y desayunando, como hacían todos los soldados del enorme ejército que habían reunido los cónsules Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo, el mayor que la República había visto jamás. Todos hablaban de la batalla que se libraría aquel día contra el ejército de Aníbal, de unos 50.000 hombres, a los que superaban en una proporción de casi 2 a 1, por lo que las expectativas eran buenas. La inmensa mayoría de soldados del ejército cartaginés eran mercenarios. Cartago no quería arriesgar a sus ciudadanos en la guerra porque durante unos asedios a Agrigento y a Siracusa durante las guerras sicilianas, una peste los dejó muy diezmados, sucumbiendo a ella incluso su general.

A pesar de su superioridad numérica, Fabricio tenía sus dudas sobre la victoria. "Si Aníbal es capaz de sacar a su ejército de Cartago, cruzar el norte de África, marchar por la península Ibérica, tomar Saguntum (una ciudad fuertemente protegida que era aliada de Roma), cruzar los Alpes en invierno y atravesar la Galia Cisalpina hasta llegar aquí, sus tropas lo deben seguir hasta el fin del mundo. Por todos los dioses, ese hombre debe tener un carisma impresionante". Estaba tan absorto en sus pensamientos que no oyó llegar a su segundo al mando, Quinto Vitruvio Nerva, a quien todos llamaban Bubo por sus grandes ojos.

-¿Señor?

-¡Por Júpiter, Bubo, me has asustado!

-Lo siento. -respondió Bubo con tono arrepentido, tono que no se reflejaba en su cara, que tenía una expresión traviesa. No solía llamar a su superior "señor" debido a que llevaban tanto tiempo juntos que habían forjado una fuerte amistad. Solo lo llamaba así cuando había alguna otra persona en su presencia.

-¿Cómo están los chicos?

-Algo nerviosos, pero con ganas de machacar a esos bárbaros. Están ansiosos por vengar a sus compañeros muertos en el Trebia y en Trasimene.

-Bien, eso es bueno. Procura levantarles aún más la moral, son buenos chicos.

-Así es, señor. Te seguirían hasta el mismísimo Hades si se lo pidieras.

-Espero que así sea, porque lo que vamos a presenciar en pocas horas se le va a parecer –a su segundo al mando se lo podía contar todo, tal era el grado de confianza que tenía en él-. Pese a nuestra superioridad, Aníbal parece capaz de hacer posible lo imposible.

-Soy de tu misma opinión, Fabricio, pero será mejor que los muchachos no piensen así.

Fabricio reunió a su manípulo con la finalidad de aumentarles la moral. Los hastati respondieron a su llamada en un santiamén y se agruparon a su alrededor. Bubo se colocó a su lado.

-Camaradas, se aproxima la batalla tras la cual Aníbal huirá por patas de vuelta a Cartago, ¡y la guerra será nuestra! Pero eso no quiere decir que no tengáis que darlo todo en el campo de batalla. Yo confío en vosotros. Sois los mejores soldados de todo este inmenso ejército, que os recuerdo que tiene el doble de efectivos que el de Aníbal. Tras nuestra victoria, os daré unos días de permiso para que hagáis lo que queráis, como los orgullosos soldados de Roma que sois, los soldados que para entonces habrán terminado con la amenaza cartaginesa de una patada en el trasero.

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