Zapatos azules de charol. Brillantes y apretados: dos tallas menos y mis pies soltaban chispas, aún sentado. Pantalón blanco de dril con prenses y camisa blanca con corbatín azul de marinerito. Así iba vestido yo de 12 años. Idéntico, iba mi hermano Darío, el Gordo dos años menor, con la camisa picándole en el cuello. A su lado iba Mariana, la melliza del Gordo, con un vestido color mandarina, de manga larga irritante. Con una falda inflada por enaguas como hojas de lechuga. Así íbamos los tres; sentados en la banca trasera de aquel taxi chevette pasado a gasolina. Adelante iba mi mamá, la causante de que fuéramos a esa finca en Llano Grande. “Ustedes no van a ser los de menos”, nos dijo en la casa, mientras nos arreglaba como decorados de un pastel. Y no le valió ni la estrechez en los pies, ni la picazón en el cuello, ni la irritación en los brazos de ninguno. Van así y punto. Pero siendo los de más, fuimos los de menos.
Tras dos horas de un agotador viaje desde Medellín, nos perdimos dando vueltas en caminos de herradura, tratando de encontrar la vereda El Tablazo. Hasta que por fin llegamos a la fiesta de Charles, el hijo de JL; el señor de la casa del frente, que se había vuelto rico de la noche a la mañana.
Nosotros no conocíamos a Charles, conocíamos a Ofo y a Federico que eran los primos mayores. Pero cuando llegamos ellos salían. Iban con otros dos muchachos melenudos, montados en cuatrimotos y nos les vimos ni el polvero.
En la entrada de la finca, nos atendió una muchacha disfrazada de payasita. Le recibió el regalo que mi mamá le compró a Charles. Siendo acomodados, como nosotros ¿qué se le daba a un niño que tenía de todo? La verdad no sé. Mi mamá nunca nos dijo. Seguro porque no quería quedar mal con JL y le había comprado al niño un juguete caro que nos había negado antes a nosotros.
Con el paquete en mano, la payasita lo depositó en una enorme caja junto a decenas de regalos. Qué digo decenas, una centena de regalos. Un par de ellos en el piso, tan grandes como nosotros, envueltos en papel de regalo, con formas de minicar y minimoto.
La payasa nos puso un sombrero pequeño de charro mexicano al Gordo y a mí, y de hada, en forma de cono, a Mariana. Luego le dio la indicación a mi mamá de que siguiéramos el sendero para llegar a la fiesta.
Tuvimos que caminar como diez minutos por un sendero de piedras que bajaba una colina verde; un tapetico, como mesa de billar. Pasamos por el lado de una enorme y lujosa mansión de tres pisos, con una terraza donde se podía divisar el valle que se abría a nuestros ojos. Y seguimos bajando hasta llegar a una caballeriza que era la entrada a una pequeña plaza de toros. Allí se realizaba la piñata de Charles.
Como llegamos tarde, otras payasas corrieron a acomodar a mi mamá junto a las demás señoras. Todas sentadas en mesas para cuatro personas, con manteles blancos y coloridos arreglos florales. Antes de soltarnos, mi mamá nos acercó a la madre y a la tía de JL. Dos señoras de caras arrugadas y gordas, vestidas con trajes negros de terciopelo, cuellos de croché bordado y con el cabello canoso, embombado y con visos morados.
- Saluden pues muchachos-, nos exigió mamá.
- Buenas tardes Doña Berta y Doña Nazareth, dijimos en coro.
- Pero como están de preciosos estos muchachos, Socorro-, le dijo Doña Bertha a mi mamá.
- Muy hermosos, así es como se deberían vestir todos-, comentó Doña Nazareth.
- Cómo se dice- increpó mi mamá.
- Muchas Gracias, contestamos al unísono.
Y para que no perdiéramos más tiempo en formalismos, las doñas ordenaron que nos llevaran a la función del circo.
La primera decepción que sufrimos fue ver como los demás niños y niñas, más de 50, estaba vestidos con ropa casual. Camisetas, bombachos y pantalonetas, pantalones ligeros o bermudas tropicales, todos con tenis. Nada de trajes de gala ni zapatos de charol.