VIII. De cómo el día y la noche han de coexistir

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Cuando la noche cayó sobre Amarchel, lo único que se escuchaba en casa era el sonido de dos voces apagadas que provenían de la cocina.

—¿Cómo está Fausto? —preguntó Amanda.

La muchacha tenía la mesa repleta de apuntes sobre huesos, músculos y tendones. Al ser incapaz de concentrarse, acabó soltando el subrayador y se reclinó en la silla. Su hermano, sentado a su lado sin hacer absolutamente nada, suspiró.

—No está bien —sentenció, masajeándose la sien—. Le he dejado que descanse en mi cuarto, pero no está nada bien.

—Pobrecito... ¿Y dices que se encontró a toda su familia...?

—Sí.

Otro silencio todavía más denso que el anterior les envolvió. Ángel se percató entonces de la presencia del cubo de Rubik en una esquina de la mesa, y dedujo que ella tampoco se había quedado tranquila en toda la tarde. Todo cuanto había escuchado y visto aquella mañana no paraba de darle vueltas en la cabeza, y sabía que si no hablaba de ello, acabaría por volverse loco.

—Cuando Águeda me llamó para que la ayudase en la cocina... —murmuró Amanda, mordisqueándose las uñas— me dijo que debíamos confiar en él. Dijera lo que dijera.

Ecuchar eso provocó que Ángel levantara la cabeza para mirarla, aturdido de pronto.

—¿Águeda te dijo eso? —repitió. Obtuvo un asentimiento como respuesta— ¿Y por qué te diría algo así?

—Bueno, ya sabes que Águeda le pasa consulta a mucha gente y tiene buen ojo para ciertas cosas.

—Águeda sólo lee las cartas, Mandi.

—Y también ve cosas.

Por la forma en la que pronunció aquella palabra y cómo alzó las cejas. Ángel entendió a qué se refería. No le sorprendía, de todas formas. Conocían a Águeda desde que eran pequeños y a veces les aconsejaba poner una hojita de laurel bajo la almohada para no tener pesadillas. Sabía que era una mujer atípica en cuanto a estilo de vida y costumbres y, aunque nunca las había entendido, las respetaba. No terminaba de entender de qué le servía leerle tarjetas con dibujos a sus clientes, pero Ángel prefería no inmiscuirse en esos temas. Amanda, sin embargo, hablaba más a menudo con ella y compartían confidencias.

—No sé si lo recuerdas, pero la primera vez que vio a Fausto cuando le pedimos ayuda para subirle a casa se quedó helada. Como si... hubiera visto algo raro, ¿sabes?

—¿Qué clase de algo raro?

—No lo sé. Bueno, más o menos sí —Amanda se inclinó sobre la mesa—. Me dijo que cuando lo conoció pudo ver como una especie de sombra a sus espaldas. Ya sabes —hizo gestos con las manos sobre sus hombros—. Esas sombras que ve a veces y luego se van, o las que les limpia a sus clientes cuando les dicen que se encuentran muy, muy mal.

—...No me gusta por donde está yendo esto.

—No, no te asustes. Bueno es para asustarse un poco. Águeda me contó que nunca antes había visto una sombra como la que Fausto traía consigo. Que no sólo era grande, sino inamovible. Como si llevara toda la vida con él y... no fuera cosa fácil de hacer desaparecer.

Ángel guardó silencio por un buen rato mientras procesaba todo aquello. Es cierto que le había contado a Amanda todo cuanto había escuchado de Fausto aquella mañana, excepto lo de la Estrella de la Mañana. ¿Por qué no lo hizo? Lo desconocía, pero probablemente no se lo contó todavía para no alarmarla. No obstante, escuchar que la propia Águeda ya se había dado cuenta con tanta claridad de que algo no iba bien con Fausto... lo hizo estremecer.

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora