Irene golpeó con delicadeza la puerta del despacho de su profesor, deseando que no la oyera o que sucediera un milagro y él no se encontrara allí. —Adelante —dijo una voz potente desde el otro lado. No había habido suerte. Apretó los puños y contuvo el aliento, preparada para recibir la reprimenda de su vida. Hugues la esperaba sentado tras su mesa, cubierta de papeles y de gruesos volúmenes encuadernados en tela. Irene miró a su alrededor. Había libros por todas partes. Abarrotaban las estanterías hasta el techo, cubriendo todas las paredes excepto la de la ventana. Se sentó con las rodillas muy juntas en la silla que el profesor le había señalado con un gesto de la cabeza. La «forastera», como la llamaban sus compañeros, deseó mimetizarse con el mobiliario o con la espesa alfombra que cubría el suelo de madera. —¿Te apetece un poco de té? —preguntó él mientras le pasaba una taza y el azucarero. Ella negó con la cabeza y, con un tímido «gracias», depositó sobre la mesa la chaqueta que Hugues le había prestado. En la estancia flotaba el mismo olor que la había envuelto al usar aquella prenda pocas horas atrás, en el camino de regreso a la residencia. Olía a libro antiguo, a caramelo y a la calidez de la madera tostada. Con gran parsimonia, el profesor vertió en su taza un earl grey con fuerte aroma de bergamota. A Irene le parecía chocante la fijación de los ingleses con las infusiones. De pequeña, su tía le había prestado algunos libros de Los cinco y Las mellizas en Santa Clara, con la esperanza de que tomase el gusto a dos de sus sagas infantiles favoritas. Aquellas historias le habían parecido ñoñas e intrascendentes, totalmente pasadas de moda. Aun así, le había hecho gracia que los protagonistas pasaran tanto tiempo tomando té, huevos duros y sándwiches de mermelada. Aprovechó que la mirada del profesor se desviaba hacia el ventanal para observarlo con más atención. Debía de tener más de treinta años, aunque era difícil de precisar. Estaba delgado, y quizá por eso parecía más joven, aunque algunas canas desperdigadas asomaban ya en sus cabellos suavemente ondulados. Se había quitado la americana verde con el escudo de Saint Roberts que constituía el uniforme del profesorado masculino. En su lugar vestía una camisa azul claro que hacía juego con sus ojos llenos de serena melancolía. Hugues interrumpió sus divagaciones con una pregunta demasiado directa: —¿Cómo te encuentras? ¿Se te ha pasado el susto? —A mí sí… ¿Y a usted? Se arrepintió inmediatamente de haber formulado aquella pregunta. A menudo su timidez la hacía precipitarse al hablar, algo que mucha gente confundía con la insolencia. Y aquel defecto le había supuesto más de un problema.Para su sorpresa, el joven profesor se limitó a reconocer: —Tienes razón al decir que me asusté, y no me faltan motivos. —Le agradezco mucho su preocupación, pero… Irene enrojeció y se sintió perdida, incapaz de decidir hacia dónde dirigir su discurso de disculpa. La voz grave de Hugues le daba miedo. —Escúchame bien, Irene. Has tenido uno de los peores días de tu vida, puesto que el primer desengaño se vive como un drama y un castigo terrible. Y hablando de castigos… Me veo obligado a imponerte uno por tu salida de clase. Como bien sabes, no está permitido a los alumnos abandonar el recinto escolar en horas lectivas sin permiso. Ya tenía su sentencia, pensó. ¿Pero cómo sabía él los motivos de su sufrimiento? Se moría de vergüenza sólo pensar que podía conocer la humillación que había sufrido por parte de Liam. —No obstante —prosiguió Hugues mientras se limpiaba las gafas de pasta—, y dadas las excepcionales circunstancias… Encontraremos una medida adecuada a tu caso. Te gusta leer, ¿verdad? Ella asintió mientras sentía cómo le temblaban las piernas y un torbellino de ideas absurdas acudían a su mente. ¡La obligaría a leer los cincuenta tomos de la Enciclopedia Británica que se guardaban como una reliquia en la biblioteca! —Ya lo imaginaba. Te propongo, entonces, un castigo un tanto especial. Nos encontraremos en mi despacho a esta misma hora todos los miércoles. Te pondré deberes de literatura, por así decirlo. Leerás las obras que yo te recomiende y las trabajaremos juntos. Será un proyecto especial. ¿Qué te parece? —Pero… yo… usted es profesor de gramática, no de literatura. —Tienes razón, pero no vas a hacer un seminario de novela al uso. Lo que necesitas en este momento de tu vida son algunas clases de gramática del amor. Es una asignatura que no puedes dejar colgada. Irene miró con asombro a Peter Hugues. Había oído decir que los ingleses eran excéntricos, pero nunca hubiera imaginado que se encontraría en medio de algo así. —¿Gramática del amor? —balbució— ¿Qué es eso? Los melancólicos ojos azules del profesor se desviaron nuevamente hacia la ventana antes de responder, como si hablara para sí mismo: —Ser joven y estar enamorado por primera vez es extraordinario, pero también dolorosamente confuso. ¿Por qué crees que Liam se ha portado de ese modo contigo? Ella se ruborizó de nuevo, incómoda ante la idea de hablar de sus sentimientos con uno de sus profesores. Un desconocido, al fin y al cabo. —No lo sé, supongo que le apetecía burlarse de mí… y yo he sido una estúpida. —Decidió enderezar el rumbo de la conversación—: ¿Qué es esa gramática del amor, profesor Hugues? —Ya lo irás descubriendo. De momento te espero aquí el próximo miércoles a las cinco en punto. Ve a buscar a la biblioteca un ejemplar de Al sur de la frontera, al oeste del sol, del japonés Haruki Murakami. Es una novela breve. En una semana debería estar leída. Irene murmuró algo incomprensible que él interpretó como un «de acuerdo». A continuación, se levantó para acompañarla a la puerta y darle la mano ceremoniosamente. —Una cosa más —le anunció cuando estaba a punto de cruzar el umbral sorprendida por la extravagancia del castigo; había esperado una sanción grave, incluso una advertencia dirigida a sus padres, así que podía considerarse afortunada—. Hoy me has dado un buen repaso en tu carrera hacia elacantilado, y eso que estoy en buena forma. Sería un crimen desperdiciar tus aptitudes como corredora. Como parte del castigo, deberás entrenarte en la pista de atletismo tres veces por semana. No me importa el horario en el que lo hagas, pero quiero que al final del trimestre estés preparada para participar en la carrera de la escuela, la January Race. Competirás contra alumnas de cursos superiores. Irene abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla sin encontrar palabras con las que responder a tan absurdo requerimiento. Primero, esas lecturas especiales. Y ahora quería que corriera. Sin duda, Peter Hugues estaba chiflado. Como si fuera consciente de su desconcierto, el profesor le dirigió una tenue sonrisa de despedida. Definitivamente, aquel día estaba siendo el más extraño de su vida.