Irene se despertó atravesada en la cama y abrazada a su oso de peluche. Eran ya más de las diez, pero no había cerrado los ojos hasta bien entrada la madrugada. Acarició perezosamente el pelo rojizo de su mascota y se puso boca arriba, mirando hacia el techo. —Buenos días, osito. ¿Has dormido bien? —preguntó con voz soñolienta. Se incorporó un poco, temerosa de que Martha la oyera hablar con el peluche y la tachara de loca o, peor aún, de cursi, pero comprobó que la cama de su compañera de cuarto estaba sin deshacer. ¡Aquella chica sí que sabía vivir!, pensó con amargura. Ella, en cambio, no dejaba de meter la pata una y otra vez. Desde que había llegado a Saint Roberts, su vida había consistido en una sucesión de malentendidos y pasos en falso. Irene se preguntó si algún día encontraría el amor de verdad, alguien que la hiciera sentir segura y arropada. Alguien con quien no se sintiera tan fuera de lugar como aquella mañana de sábado. Abrazó al oso con fuerza y suspiró. Ojalá no le hubiera acariciado la mano. Ojalá no se hubiera precipitado. Seguro que Peter estaba enfadado con ella por haber confundido las cosas y haberlo puesto en una situación delicada. Ahora sería inevitable que todo cambiara entre ellos. ¡Y todo por su culpa! Reprimió una exclamación de rabia enterrando la cara en la almohada. Se dio cuenta de que tenía que ocuparse en algo, o de lo contrario pasaría el resto del día fustigándose. Paseó la mirada por su escritorio, donde se apilaban casi todas las lecturas de la gramática del amor. Decidió empezar con Carta de una desconocida. Estaba segura de que el miércoles siguiente, en el despacho de Hugues, le iba a costar concentrarse en la lectura, así que quizá era buena idea leer el libro unos días antes. Según rezaba la contracubierta, la novela del autor austríaco narraba la historia de un amor trágico y no correspondido. «Perfecto —pensó—. Justo lo que necesito.» El argumento era angustioso. Un escritor de éxito recibe una carta misteriosa. En ella, una mujer desconocida le confiesa su amor, un amor no correspondido e ignorado por él que se ha mantenido desde que la protagonista de la misiva era una chiquilla. A través de la carta, el escritor descubre que tuvieron varios encuentros y que de uno de ellos nació un niño, su hijo, que acaba de morir. Es la muerte del niño y el hecho de que ella misma está también a punto de dejar este mundo lo que lleva a la protagonista a confesarle, al fin, sus sentimientos. Es un amor que ya no tiene ninguna esperanza de ser correspondido. Lo más terrible, quizá, era que el escritor nunca había sido capaz de reconocer a la mujer. Cada vez que se cruzaba con ella, a lo largo de los años, era como si la viera por primera vez. Sensible como estaba aquella mañana, a Irene le pareció la historia más triste que había leído nunca. Dos lágrimas empañaron sus ojos y amenazaron con desbordarse, pero ella las limpió con la punta de la manga de su pijama. No quería empezar a llorar otra vez porque temía no poder parar. Unos golpes en la puerta interrumpieron su lectura. Era Marcelo, su persistente entrenador y liebre. —Vengo a salvarte del aburrimiento —dijo desde el pasillo.—¿Y a ti quién te ha dicho que me estoy aburriendo? —Eres la viva imagen de la diversión, ahí tirada en la cama con ese libro deprimente. —No lo es… Bueno, sí que es un poco deprimente, la verdad. ¿Y cómo vas a salvarme? —Vámonos a correr, respondona. El aire fresco te espabilará. Hicieron un suave calentamiento por el camino del acantilado, siguiendo la rutina habitual de Irene. Marcelo se empeñaba en que tenían que hablar, porque era la única manera de asegurarse de que respiraban bien y aumentaban la intensidad de la carrera poco a poco. A Irene le irritaban sus maneras metódicas y previsibles, pero el olor a tierra mojada que inundaba la mañana y la humedad salada que se le pegaba en la piel la hicieron sentir renovada. Decidió que le daría otra oportunidad. Tenía mérito que quisiera seguir viéndola después del corte que le había dado la otra noche. —Marcelo, perdóname por haber sido tan borde el otro día. No me esperaba lo de la doble cita, y me enfadé con quien no debía. —No tiene importancia, Irene. Yo sí que debo disculparme, ya que me comporté como un impresentable, pero nunca más volverá a suceder. Ese que… no era yo, te lo prometo. En fin, supongo que todos podemos tener un mal día. —La verdad es que yo llevo unos cuantos. —¡Olvídalo! ¿Sabes qué hago yo cuando las cosas se tuercen? Voy al cine a ver una película de esas de llorar y luego corro media maratón. Cuando corres, no puedes pensar en nada más. —Es lo mismo que dice Murakami. —Sí, él también es un neura solitario —reflexionó—. La soledad es una buena compañera para nosotros, los corredores. —¿Has leído a Murakami? —se sorprendió Irene. —Alguno que otro de sus libros. No leo sólo periódicos deportivos, ¿sabes? —dijo con sorna. Irene sonrió avergonzada de que hubiera leído sus pensamientos tan fácilmente. Sin embargo, Marcelo le hizo otra broma y siguieron charlando de zapatillas deportivas y de la casa que tenían sus padres en la península de Lizard. Era una pequeña granja que la familia poseía desde hacía generaciones con un huerto y un enorme jardín. Marcelo le explicó que en aquella zona crecía una flor muy especial que no existía en ningún otro lugar del mundo, la Cornish heath. A primera vista no parecía gran cosa, casi se confundía con un arbusto cualquiera. Pero de cerca poseía una belleza salvaje y delicada muy especial. Irene se dio cuenta de que hablaba de su lugar de origen con verdadera pasión, y eso era algo que siempre la conmovía en una persona. Enseguida completaron el itinerario y llegaron a la pista de atletismo. —A partir de aquí, yo me adelantaré. Tú trata de atraparme: ése es el objetivo de hoy. Y no te preocupes si no lo consigues. Lo importante es que sientas que corres un poco más rápido de lo habitual, pero sin agotarte. —Vale, haré lo que pueda. Marcelo se alejó con sus largas zancadas e Irene se sorprendió echando de menos enseguida la voz pausada de aquel chico desgarbado. Su conversación sin complicaciones ni segundas lecturas le hacía olvidarse de sus problemas y le daba paz.Quizá Marcelo fuera como la flor autóctona de la que le había hablado, la Cornish beath. La mayoría de la gente ni se fijaba en él, pero si uno estaba atento podía llegar a descubrir que tenía un encanto muy especial. Marcelo corría sin mirar atrás, e Irene empezó a apretar el paso, ya que no quería perderlo de vista. Las nubes blancas y esponjosas de sus pensamientos circulaban a toda velocidad por su mente. Ella las contemplaba y las dejaba pasar, como si estuviera practicando una meditación espontánea. Pronto las nubes se cansaron de aparecer, y ella pudo centrarse en las sensaciones más inmediatas. Sus pies volaban por la pista, casi ni los sentía. En cambio, era plenamente consciente de la suave brisa que le secaba el sudor, del tenue rayo de sol que trataba de abrirse paso entre la bruma y le calentaba los hombros, de la tensión de sus músculos, de los gritos lejanos de un grupo de chicos que jugaban al fútbol, lejos de allí. Marcelo era un puntito rojo, el color de la camiseta que llevaba puesta, que se movía veloz a bastantes metros por delante de ella. Irene decidió fijar la vista sólo en aquel punto, como si no hubiera nada más en el mundo, y empezó a acelerar el paso con el objeto de atraparlo. El punto se hacía más y más grande, mientras la respiración de Irene se volvía profunda y entrecortada, tratando de atrapar hasta la última molécula de oxígeno disponible. El vacío, aquella nada agradable que mencionaba Murakami en De qué hablo cuando hablo de correr, había aparecido al fin. Pero Irene también desechó ese pensamiento. Corría y corría, sin pensar en nada más que en el rojo que ya casi lo ocupaba todo. Y entonces el mundo se tiñó de ese color. Marcelo la había atrapado justo a tiempo, sujetándola por la cintura antes de que los dos chocaran y se fueran al suelo. Anonadado, le puso las manos sobre los hombros y la miró con los ojos como platos: —¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?