Confesiones en Rockefeller Center

949 100 93
                                    

Desde aquella vez que dejé Nueva York en medio de la nieve juré no regresar y sin embargo, aquí estoy; ha pasado apenas un año y ya lo siento tan lejano. Gracias a Albert pude superarlo más pronto de lo que pensé, ¿quién iba a adivinar el verdadero motivo de ello? Ni siquiera yo sabía el porqué hasta que fue demasiado tarde: me había enamorado de mi mejor amigo y no lo supe hasta que lo perdí.

¿Cómo pude ser tan ciega?... Bueno, me imagino que no darme cuenta en aquel entonces de mis sentimientos fue lo mejor, porque todo me indica que eran unilaterales. Y después de meses de añorarlo, hace unos días recibí de Albert un regalo para primavera en plena nevada, como si eso fuera capaz de traer flores y olor de hierba fresca a este invierno tan frío que siento dentro de mí ahora que él se ha ido.

Y aquí estoy, en medio de Rockefeller Center observando a las multitudes pasar como si todo en la vida fuera el trabajo, y a unas cuantas parejas patinar sobre la pista de hielo frente al gran árbol navideño y a esa estatua dorada de Prometeo. Pero ni Prometeo puede hacer que mi invierno sea más cálido...

¿Qué fue lo que me impulsó a venir aquí después de mi visita fallida a Rockstown? Me había jurado no regresar, y sin embargo... Nadie dice que vaya a vagar por Broadway, no lo haría ni de loca; aunque si lo pienso mejor, no tengo nada que temer. Yo misma he comprobado que Terry no se encuentra en esta enorme ciudad, sino actuando para un teatro de mala muerte en un pueblucho en medio de la nada, y también me he convencido de que mi corazón ya no late por él como antes lo hacía.

¿Y entonces a qué vine? No es que quiera ver a Terry o buscar a Susanna, no quiero que piense que la compadezco porque no lo hago, pero la verdad es que mientras más lo pienso menos comprendo la razón de este viaje impromptu. ¿Qué estoy haciendo aquí? Si al único que quiero ver es a Albert y está claro que no lo voy a encontrar en medio de una multitud de hombres de negocios en la Gran Manzana.

Aún así, no me arrepiento, de todas formas hice una maleta y estaba dispuesta a quedarme con él si lo encontraba en Rockstown, el doctor Martin no me espera aún, y la verdad es que no quiero regresar a Chicago con este peso de desilusión dentro de mí.

Rockstown... ¿Qué pretendía Albert al enviarme ahí? Porque estoy convencida de que fue él quien lo hizo, ¿que me encontrara con Terry y retomáramos nuestra relación?! El solo pensarlo hace arder mis ojos, pero no, no puedo llorar, no por eso; estoy cansada de llorar por amores perdidos, porque ahora entiendo que eso es... de nuevo...

Para Albert solo soy como su hermanita, una simple amiga y nada más, y tal vez por eso estoy aquí, por eso tomé el tren a Nueva York en vez de regresar a casa, porque esa casa duele. Juntos creamos un hogar y ahora se ha disuelto en nada. No puedo regresar así, no mientras mi hogar se ha ido, no mientras me siento a la deriva, necesito primero recuperarme de alguna forma.

Los trajes y abrigos formales no dejan de pasar, el frío se hace cada vez más intenso y este abrigo de primavera no me cubre lo suficiente, en definitiva tendré que dirigirme a una casa de huéspedes para refugiarme del clima y pasar la noche. Pero hay algo que me mantiene anclada a este lugar y aún no descubro qué es...

De repente, entre todos los trajes negros veo un flashazo de tartán rojo y me congelo, volteo a ver a ese hombre que sobresale de entre la multitud: es alto, y sus cabellos rubios le caen en la frente y cubren un poco sus brillantes ojos azules que creo haber visto antes. Me percato de que la tela de tartán rojo es en realidad una bufanda que trae enrollada cubriendo casi toda la parte inferior de su cara, e instintivamente me llevo la mano al cuello y trazo con mis dedos la letra "A" del broche de mi príncipe que llevo colgado debajo de mi blusa, como un continuo amuleto.

"Tu príncipe es un Ardlay", las palabras de Anthony retumban en mi cabeza y yo no puedo creer lo que ven mis ojos. Como puedo despego los pies del piso y sin pensar comienzo a acercarme, navegando en contra corriente hacia él me abro camino por entre la muchedumbre y me coloco a su paso. ¡Tiene que verme! ¡Aquí no podrá evitarme! Si es mi príncipe tengo que devolverle su broche, y si no lo intento ahora, nunca lo sabré.

Confesiones en Rockefeller CenterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora