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En Dilmaria, un reino donde las flores florecen bajo conjuros antiguos y los árboles susurran promesas olvidadas, la enfermedad del rey sumerge la corte en caos. Ni el príncipe heredero ni la princesa se atreven a tomar la corona, temerosos de la maldición que duerme tras los sellos reales.
Solo queda él: el príncipe maldito, oculto desde su nacimiento, llamado desde las sombras del palacio para enfrentar un destino que jamás eligió.
Cristóbal ha vivido entre oro y soledad, silenciado por lo que lleva en la piel y marcado por la luna. Pero cuando todo parece derrumbarse, no huye. En medio del deber y la condena, la ve a ella.
Angelle, una sirvienta de voz mágica e hipnotizante, y belleza imposible de ignorar, guarda en sus ojos un amor que ya ha sangrado antes. Bajo su nombre se oculta el linaje de una casa noble caída, protectora de secretos reales antiguos.
Aunque no lo recuerden, Cristóbal y Angelle ya se amaron en otra vida.
Pero la reina lo teme. La corte lo desprecia.
Además, el pasado vuelve con el rostro de Arturo, caballero ilustre, consumido por los celos, que la perdió por su propio orgullo. En Cristóbal ve al ladrón de la única luz que amó y que no supo cuidar.
Entre los pétalos de un amor condenado, versos de un poema roto y flores que no sobreviven al invierno, los amantes tejen su historia en secreto.
Él la ama como solo puede amar un hombre condenado, con ternura desesperada y dispuesto a arrancarse el corazón y entregárselo si así ella lo pidiese.
Ella lo reconoce con el alma, incluso cuando ha olvidado su nombre.
Y en un reino donde el amor es castigo y las flores augurio,
la mayor tragedia no siempre es perder lo que se ama, sino no haber podido protegerlo.