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La humanidad se hundió en una oscuridad espesa, como si el cielo mismo hubiese sido devorado. El sol había muerto... o eso creíamos. Desde hace dos meses vivimos bajo una noche interminable, una sombra que arrasó con todo lo que alguna vez fue risas, luz y calma. El gobierno prometió protegernos, hasta que ellos aparecieron.
Criaturas imposibles de describir del todo -demasiado humanas para ser bestias, demasiado inhumanas para ser hombres-. Se arrastran en los bordes de la oscuridad, donde las linternas tiemblan antes de morir. No cazan por hambre... cazan por placer.
Aún escucho, incluso en el silencio más denso, el sonido húmedo de su festín: los huesos quebrándose bajo sus dientes, la carne desgarrada siendo chupada y vuelta a masticar, como si disfrutaran del eco del sufrimiento. A veces los gritos se mezclaban con el llanto de un bebé, y después... solo quedaba un ruido viscoso, un ruido que nunca se detiene.
Son crueles, meticulosos. Obligan a su presa a seguir consciente, a mirar cómo sus propios órganos son arrancados uno por uno. No devoran rápido. No... saborean. Pueden pasar horas masticando sin tragar, jugando con los restos como niños con su comida, dejando que el cuerpo destrozado se acostumbre al dolor antes de arrancarle otro alarido.
Y cuando la víctima deja de gritar, cuando el cuerpo ya no tiembla... se detienen solo para empezar de nuevo.
Yo sigo aquí, escondido en este búnker, rodeado de cuerpos que ya huelen a óxido y desesperanza. No sé cuánto más resistiré, pero si la oscuridad no me traga antes... espero al menos vivir lo suficiente para cumplir los diecinueve.