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En este liceo todos tienen su lugar marcado a fuego
Los cuicos al frente, los flaites atrás. Los mateos pegados a los profes, los porros visitando inspectoría como si fuera su segunda casa. Yo calzaba perfecto en eso último. No porque no pudiera ser distinto, sino porque no quería. Me gustaba que me miraran con cuidado, que bajaran la voz cuando pasaba, que supieran que conmigo no se webeaba.
Llegaba tarde sin culpa, me saltaba clases, fumaba a escondidas en el baño y respondía cuando había que responder. El curso B era mi territorio y yo lo sabía. Nadie me mandaba y no le debía explicaciones a nadie.
Todo iba bien así. Ordenado dentro del caos.
Hasta que llegó él.
El cuico nuevo del curso A. Uniforme planchado, zapatillas limpias y cara de cabro criado con reglas. Pensé que iba a durar poco. Siempre pasa. Pero no. El loco no se achicó. Y lo peor: no me miró con miedo ni con desprecio, sino con una calma rara, como si yo fuera algo interesante y no un cacho más.
Al principio quise puro webearlo. Tirarle tallas, provocarlo, hacerlo perder la compostura. Era casi deporte. Pero el weón no cayó. Me sostuvo la mirada, tranquilo, firme. Y ahí fui yo el que quedó descolocado.