El sol moría sobre los tejados del dojo, tiñendo la madera de rojo y oro. Entre sombras alargadas, dos niños danzaban con espadas de madera. Uno, de movimientos impredecibles, era un ronin en miniatura: cada giro y salto parecía desafiar al viento mismo. Su mirada ardía con la libertad de quien no se doblega, con la curiosidad de quien aún no conoce el mundo. El otro niño, recto como un pilar, representaba la lealtad de un samurái: cada estocada medida, cada bloqueo un reflejo de disciplina y honor heredado. Sus ojos eran espejos del clan, y su respiración, un tambor que marcaba el ritmo de batallas que todavía no existían. El choque de sus espadas resonaba como un tambor ancestral, mezclándose con el murmullo del río cercano y el canto de los cuervos. Risas y tensión se entrelazaban, y en ese instante suspendido, parecía que el tiempo mismo se inclinaba para observarlos. No eran solo niños jugando: eran promesas de guerreros, semillas de destino que, invisibles, ya tejían un vínculo imposible de romper.