d72740619
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-Estás temblando -comentó, sin dejar de observarlo.
-Es que... estás todo... -Amane tragó saliva-. No sé cómo... qué se supone que...
-¿Que hagas qué? ¿Te vas a quedar mirándome o vas a hacerte cargo?
La voz de Tsukasa era baja, cruel, con esa dulzura venenosa que hacía que todo lo que dijera sonara como un reto.
-Vamos, Amane. Sé bueno. No me hagas rogarte -añadió.
Amane respiró hondo. Sus manos, aún a los lados, se cerraron lentamente. Bajó la mirada. Y entonces, cayó.
Se arrodilló frente a él.
No como quien dirige. Sino como quien no puede más con el peso de lo que desea.
Su mano rozó el muslo de Tsukasa. Dobló los dedos. Y, despacio, con los labios aún húmedos y la frente ardiendo, acercó la boca al borde de la piel pegajosa. Lamió una línea justo por encima del hueso de la cadera.
La miel se le quedó en la lengua. Espesa. Tibia. Pero más que dulce, tenía un sabor nuevo: el de la rendición.
-T-Tsukasa... -susurró, sin mirarlo-. Déjame... seguir.
Tsukasa no respondió de inmediato. Bajó una mano hasta enredarla en su cabello, sujetándolo sin fuerza, pero con decisión. Como si lo tuviera donde quería.
-Así me gusta -dijo, con voz ronca y burlona-. Dulce, ¿no?
Amane cerró los ojos. No por placer, sino porque si lo seguía mirando, iba a romperse.
Su lengua bajó al muslo derecho, lento, reverente. Luego al izquierdo. Hacía un trazo largo, tembloroso, y volvía a subir. La miel se pegaba a su aliento, a su boca, al pecho que apenas podía controlar. Cada línea dejaba un rastro cálido que parecía marcarlo a él tanto como a Tsukasa.
-Buen chico -murmuró Tsukasa, acariciando su cabeza-. Más abajo.
Amane obedeció. Lamió el hueco entre muslo y short, sintiendo cómo la tela húmeda lo rozaba. Le costaba respirar. Estaba jadeando, con el corazón a mil. Pero seguía.
Porque si se detenía, se derrumbaba.