Alejandro-Martnez
No hubo un final, solo una purga.
La humanidad no cayó por una explosión ni una guerra santa, sino por un experimento mal calibrado: la erradicación del sufrimiento.
Los antiguos gobiernos fueron reemplazados por El Régimen, una estructura fría y calculada que juró eliminar el caos emocional que llevó al mundo al borde del colapso. Lo lograron... a su manera.
En las ciudades, los habitantes viven conectados a un sistema de dosificación química diaria. Una inyección cada amanecer, una pastilla cada noche. Sin ellas, la mente se fractura.
Las emociones -el miedo, la ira, el amor- fueron clasificadas como patologías letales. Quien las muestra, es marcado. Quien las esconde, sobrevive.
Los Observadores, soldados sin rostro, patrullan las calles con sensores de frecuencia cerebral. Detectan variaciones emocionales, rastrean la adrenalina, los impulsos. Cuando algo se altera, la casa entera se sella. Nadie vuelve a ver a los que se llevan.
Las zonas exteriores -las llamadas Tierras Húmedas- están prohibidas. Restos de la civilización anterior, donde vagan los exiliados, cuerpos deformados por la abstinencia química, mentes que aún recuerdan cómo se siente tener miedo o amor.
En este mundo no hay héroes. Solo resistentes que sueñan con recuperar algo que ni siquiera saben nombrar.
La humanidad vive en un equilibrio artificial: orden sin alma, progreso sin compasión.
Pero bajo las ruinas del control, en el corazón de los distritos más antiguos, hay un murmullo.
Dicen que algunos han dejado de tomar las dosis.
Dicen que han empezado a sentir.
Y que, cuando el primer corazón vuelva a latir con rabia y deseo, el Régimen caerá...
o el mundo terminará de pudrirse.