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Cuando Ling era pequeña, adoraba la Navidad. Veía a sus compañeros presumir regalos nuevos mientras ella fingía que no le importaba. Pero sí le importaba. Tanto, que cada año se preguntaba si Santa no la visitaba porque era una niña mala... o simplemente porque no era importante.
Con el tiempo, esa ilusión dejó de doler como un pellizco y empezó a doler como una herida abierta. Los pleitos en casa, las noches sin luz ni abrazos, los diciembres que se sentían más fríos que el resto del año. La Navidad dejó de ser magia; se volvió una cicatriz que cargaba sola.
Hasta que conoció a Orm.
Lo que empezó como un favor universitario -acompañarla a eventos navideños para juntar puntos- se transformó en algo inesperadamente cálido. Entre luces, canciones tontas y actividades que no tenían nada de especial, Ling encontró algo que sí lo era: la compañía de Orm.
Y entonces llegó la invitación.
Navidad con la familia de Orm.
Algo que jamás habría imaginado. Algo que la hacía temblar... pero esta vez, no de miedo, sino de la posibilidad de que, quizá, la Navidad pudiera significar otra cosa.