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Siempre me gustaron las películas de terror. Nunca me asustaron, al contrario, las películas de terror siempre me parecieron interesantes. No es que me asusten, sino que hay algo en ellas que me atrapó desde la primera vez que vi una, cuando Sae y yo aún veíamos cosas juntos. No era algo que hiciéramos seguido, pero cuando poníamos una película de terror, el ambiente cambiaba. Él no se asustaba nunca, y yo tampoco quería mostrar miedo, así que las mirábamos en silencio, como un desafío sin palabras.
Lo que más me llamaba la atención eran las historias de lo paranormal. No los monstruos o asesinos, sino esas películas donde algo inexplicable empieza a perturbar la vida de los personajes. Me hacía pensar: ¿y si realmente hay cosas que no entendemos? ¿Qué pasa si el mundo no es tan lógico como parece? Había algo intrigante en la idea de que existan fuerzas fuera de nuestro control, cosas que no se pueden predecir ni superar con pura habilidad o estrategia.
Quizás fue esa misma curiosidad la que me hizo seguir viendo más. Me gustaba la tensión, los detalles, la forma en que los protagonistas intentaban enfrentarse a algo invisible. Es como un juego mental: cómo reaccionarías si estuvieras frente a lo desconocido. Pero claro, siempre pensé que eran solo historias, algo para entretenerte y nada más. Pero una cosa es ver algo en la pantalla y otra muy distinta es vivirlo.
Cuando llegué a los dormitorios de la P.X.G., no fue ninguna sorpresa que nadie quisiera compartir cuarto conmigo. No me importa; estoy acostumbrado a estar solo. Pero lo que no esperaba era que me mandaran a un cuarto que parecía sacado de una de esas películas que solía disfrutar. Estaba medio abandonado, con las paredes un poco desgastadas y un aire raro en el ambiente. Al principio, no le di importancia. Era perfecto para enfocarme en lo mío, sin distracciones.